Charles H. Spurgeon

Una visita al Calvario

«Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!» (Juan 19:5).
 

 Se había insinuado contra Pilato que estaba en combinación con Jesucristo para establecer una nueva monarquía en oposición a la del César. A fin de refutar esta acusación, Pilato ordena la flagelación de Jesús. Los soldados ponen sobre su cabeza una corona de espinas; escupen sobre él; le arrancan el cabello; le abofetean. Después de haber amontonado todas estas crueldades e insultos sobre su persona, Pilato saca a Jesucristo al balcón. De pie allí, se dirige al gentío congregado en la calle, diciendo llanamente: «Ecce Homo», «¡He aquí el hombre! Ése es el hombre que vosotros me acusáis que estoy conspirando juntamente con él contra el César. ¿Es así como trataría yo a mi cómplice? ¿Es así como yo ejercería mi bondad hacia alguien a quien quisiese establecer como rival del César? ¿Imagináis ver aquí marcas de honra? ¿Es esa púrpura de escarnio el ropaje púrpura del imperio que vosotros decís yo deseo echar sobre sus hombros? ¿Es ésa mi bondad para con mi amigo?» Debe haber sido una respuesta muy elocuente contra las acusaciones de ellos, y debieron ver que una repetición de aquella acusación sería sólo otra desnuda falsedad. Me parece también que Pilato tenía otro propósito al mostrarles a Jesús con todo este cuadro de miseria: él deseaba sinceramente librar a Jesús de la crucifixión, y pensó que, por muchos deseos de sangre que tuviese el pueblo, serían movidos a compasión ante la contemplación de su víctima en esta extremidad de sufrimiento y dolor, y que le dirían entonces: «Déjale ir.» Él pensó: «Seguro que con esto quedarán satisfechos; aunque tengan corazones de demonios, esto podría contentarles; aunque, como demonios, estén sedientos de crueldad, ciertamente esto debería satisfacerles.» Pero no, sino que como el lobo que ha gustado la sangre, se habían vuelto insaciables, y la misma contemplación de su forma abatida, manchada totalmente de sangre, sólo les excitó tanto más a clamar: «¡Crucifícale, crucifícale!» Creemos que se consiguió uno de los propósitos de Pilato: el pueblo ya no sospechaba de él que fuese cómplice de nuestro Salvador. Pero el otro propósito, bendito sea Dios, rio se llevó a cabo. Porque si hubiese logrado sus fines, estaríamos irredentos hasta ahora, y el sacrificio del Calvario no habría sido ofrecido para nuestra redención.
 
 Pero dejaremos a Pilato, y trataremos, con la ayuda de Dios, de ponernos en el lugar de Pilato, y, con un motivo infinitamente diferente, deciros a cada uno de vosotros: «¡He aquí el hombre!» ¡Y quiera nuestro Señor estar con nosotros, y, por su gracia, revelarnos a nuestro Señor Jesucristo, patentemente expuesto delante de vosotros como crucificado! Y así, con la mirada de la fe, cada uno de vosotros, tanto si antes le habéis visto como si no, podáis ahora contemplar a aquel que fue crucificado por nuestros pecados, a aquel que llevó nuestras enfermedades, y soportó nuestros dolores.
 
 Una contemplación de Cristo en el Calvario es siempre beneficiosa para el cristiano. Nunca oímos un sermón acerca de Cristo que desaprobemos, por poco elegante que sea la dicción, si es sano en su doctrina. Nunca nos quejamos de nuestro ministro que predique demasiado acerca de la cruz de Jesucristo. No, no puede haber tautologías allí donde se menciona su nombre. Aunque un sermón fuese una mera repetición de su nombre, nos regocijaríamos en oírlo y diríamos:
 
 
 «Jesús, tu encantador nombre amo;
 música a mi oído es.»
 
 El rey de Francia decía de Bourdaloue que «prefería antes escuchar las repeticiones de Bourdaloue que las novedades de alguna otra persona». Y así podemos decir de Jesucristo que preferiríamos escuchar las repeticiones de Jesús que las novedades de cualquier otro predicador. ¡Ah, qué insatisfechas quedan nuestras almas cuando escuchamos un sermón carente de Cristo! Hay algunos predicadores que pueden pronunciar un sermón y arreglárselas para dejar totalmente a un lado el nombre de Cristo. Desde luego, un verdadero creyente se levantará como María Magdalena, tras terminar el sermón, y dirá: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.» Quitad a Cristo del sermón, y habréis quitado su esencia. La médula de la teología es Cristo, el mismo hueso y nervio del evangelio es predicar a Cristo. Un sermón sin Cristo es la felicidad del infierno. Un sermón sin Cristo es una pérdida de tiempo; se hace culpable de la sangre de las almas, y mancha de marcas sangrientas la toga de quien osa predicarlo. Pero no podemos tener demasiado de Cristo. Dadnos siempre a Cristo, Cristo en todo tiempo. La monotonía de Cristo es una dulce variación, e incluso la unidad de Cristo tiene en sí todos los elementos de la armonía. Cristo, en su cruz y en su trono, en el pesebre y en el sepulcro, en todo lugar Cristo nos es entrañable. Afinamos su nombre, adoramos su persona, nos deleitamos en oír de sus obras.
 
 Venid entonces al Calvario por un momento, para que allí pueda deciros como Pilato dijo en su palacio: «¡He aquí el hombre!» Querríamos llevaros allá por dos razones: primero, para instruir vuestro intelecto; segundo, para excitar vuestras emociones; y tercero, para enmendar vuestra práctica. Porque mantenemos que la religión se compone de tres cosas: sana doctrina, que afecta al intelecto; verdadera experiencia, que tiene que ver con las emociones; y una vida santa, conformando la práctica visible externa de la vida cotidiana. Jesucristo nos beneficiará en las tres; y si por la fe somos capaces de verle ahora, saldremos con provecho en cada uno de estos tres puntos: edificados en doctrina, bendecidos en experiencia, y santificados en la práctica.
 
 
 
 I
 Primero os ruego que «contempléis el hombre», PARA INSTTRUCCION DE VUESTRO INTELECTO.
 
 La primera lección que querría señalaros, porque no os la enseñaré: dejaré que EL la enseñe, es la lección de la maligna naturaleza del pecado Ved allí a aquel hombre crucificado, con sus manos extendidas. ¿Veis cómo gotea su sangre? ¿Veis aquella corona de espinas sobre su cabeza? ¿Observáis sobre él las marcas del tormento? ¿Veis su espalda lacerada que va siendo desgarrada por el madero? ¿Veis sus ojos hundidos en sus órbitas? ¿Veis el dolor terrible reflejado en su semblante? ¿Percibís la aguda e inenarrable angustia’ que padece? ¿Podéis verle? Si le ves como debieras, verás en él la malignidad del pecado. En ningún otro lugar conocerás jamás cuán desesperadamente vil es el pecado. Ése es el lugar donde el pecado cometió sus más horrendos crímenes. El pecado es sobrepujantemente pecaminoso cuando es Luz homicidio, pero tiene su máxima expresión cuando se vuelve deicida y mata a su Dios. El más vil acto que jamás cometió el pecado fue cuando clavó al Salvador en la cruz, y le dejó colgado allí, la víctima asesinada, la víctima de nuestro pecado.
 
 ¿Quieres ver pecado? Os podría mostrar mil imágenes del mismo. Podría haceros ver el Edén agostado y reseco, con todos sus frutos golpeados, con el verdor de sus árboles desaparecido; sus senderos hermosos cubiertos con las hojas otoñales. Podría mostraros a una celestial pareja desterrada, con los querubines tras ellos, expulsados para labrar la tierra de la que fueron hechos; y cuando vieras esto, execrarías el pecado como algo que hizo pasar la reja del arado sobre el Paraíso. Podría también hacerte aborrecer el pecado si te mostrase, más allá, un mundo ahogado, inundado por un diluvio. Ve allí hombres, mujeres y niños hundiéndose bajo sus aguas turbulentas: el abismo arriba y el abismo abajo se dan la mano. ¿No oíste el chillido del último fuerte nadador en su agonía, que acaba ahora de ser vencido por las olas sin fin, sin ribera? Mira la tierra, vacía y deshabitada, excepto por el arca que allí flota sola por encima del diluvio. ¿Preguntas la causa de esta desolación? ¿Qué hizo abrir las compuertas del gran abismo? ¿Qué causó esta destrucción? El pecado. ¿Y quién golpeó Egipto en el Mar Rojo? ¿Qué fue lo que devoró a Sodoma y Gomorra, e. hizo llover azufre del cielo sobre ellos? ¿Qué fue lo que se tragó a Coré, Datán y Abiram, y los llevó vivos al abismo? ¿Qué fue lo que dio muerte a la hueste de Senaquerib? ¿Qué es lo que ha hecho poblar los dominios de la muerte? ¿De dónde vienen estos esqueletos y estos huesos? ¿De dónde viene aquel coche funerario, y el cortejo que lo sigue? Y ¿qué ha edificado las tenebrosas cámaras del Hades? ¿Qué ha hecho a la Gehena ardiente con fuego inextinguible? ¿Y qué es lo que le ha dado al infierno sus tormentos eternos, y le ha dado habitantes innumerables, que viven en torturas eternas, y se retuercen en incómodos potros de inenarrable sufrimiento? Pecado: tú has hecho todo esto; por ello te execramos: tú ahogaste todo un mundo. Tú cavaste el sepulcro; tú encendiste los haces de leña del infierno. Te odiamos, pecado. Pero aun nos imaginamos que podríamos perdonarte si no hubieses dado muerte a Jesucristo.
 
 «Quien el pecado quiera conocer, que se acerque A1 Monte Olivete; allí vera un hombre Por el pecado tan sobrecogido, que su cabello todo, Su piel, vestidos, todo ensangrentado está. El pecado es la presión y fuerza que dolor aplica Para cazar su ansiada presa, extrayéndola de cada vena.»
 
 Cristiano, ¿no aborrecerás desde ahora el pecado por este mismo hecho de que la sangre de tu Salvador está sobre él? Te sientes tentado a cometer una acción que sabes mala: Es atrayente, es hermosa, es deliciosa; examínala, parece encantadora y excelente, y tu corazón va en pos de ella. ¡Deténte! Dale la vuelta. ¿Ves la mancha de sangre sobre ella? ¡Es un pecado manchado con la sangre de tu Salvador! ¿Lo vas a tocar? En verdad, nada podemos amar que haya contribuido en lo más mínimo a su muerte. ¿No vamos desde ahora mismo a abjurar, aborrecer, detestar y evitar todo lo que sea pecaminoso? ¡Qué! ¡Llamaros cristianos y vivir en pecado! ¡Abrigar en vuestro seno al asesino de vuestro Salvador! ¡Colgar de vuestras paredes la daga con la que fue apuñalado vuestro amigo y bordar en vuestros ropajes la imagen de su asesino! ¿Eso haréis? ¿Seguiréis abrigando el pecado y amándolo, cuando el pecado dio muerte a vuestro Salvador? No, sino que vuestro corazón clama: «Me vengaré de mis pecados, y daré muerte también a los asesinos.»
 
 Otra lección que querríamos dar a vuestro entendimiento es: «He aquí el hombre», porque así veréis la inflexibilidad de la justicia divina. ¿No has oído que la justicia divina es inflexiblemente severa? Si alguien peca, la ley dice: «Maldito es aquel hombre.» La ley no modifica su trueno. «¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito!», resuena cada día desde el Sinaí. ¿No hemos leído que Dios ha dicho que «en ningún modo tendrá por inocente al culpable»? ¿Y no sabemos que así es, en realidad? Pero, amados, hay algunos que predican una expiación que se parece demasiado a una alteración de la justicia divina. Hemos oído y leído a muchos teólogos cuya explicación dice algo así: aunque Dios se ha declarado solemnemente airado contra el hombre, y ha prometido castigar a cada pecador, sin embargo Jesucristo hizo algo de alguna manera -no sabemos cómo- que permite que Dios pase por alto nuestros pecados sin castigarlos en absoluto. No comprendemos una expiación así. Creemos que Dios es tan santo que cada pecador debe ser castigado, que cada crimen debe inevitablemente tener su condena. No creemos que la expiación de Cristo remita un solo pecado; creemos que todo el castigo que el pueblo de Dios debía haber sufrido fue cargado sobre la cabeza de Cristo. Miramos a la cruz de Cristo, y vemos la inmutable e inflexible justicia de Dios, cuando mantenemos la doctrina de que toda nuestra culpa fue echada sobre sus hombros, y que el castigo de aquella culpa fue real y totalmente llevada por Cristo. Dios no pasa por alto el pecado en absoluto; castigó el pecado en Cristo, y por ello el pecado dejó de ser punible en las personas de aquellos por los cuales Cristo murió.
 
 ¡Ah, vosotros que no sabéis cuán inflexible es la justicia, paraos al pie de aquella cruz, y oíd seis gemidos, moribundo; paraos allí y ved su rostro de desolación; observad sus rasgos doloridos, y sabréis cuán severa la justicia es. Nadie jamás consideró a Bruto tan severamente justo como cuando hizo ejecutar a sus propios hijos. «Ciertamente», dijeron ellos, «los perdonará». Pues no. El inflexible senador dijo: «Han quebrantado las leyes de mi país, y morirán.» Y así, en un sentido más elevado y sublime, nunca habríamos podido saber cuán justo es Dios, si no hubiese hecho ejecutar a su propio hijo. ¡Trae al pecador, justicia, trae al pecador!
 
 «No», dice la justicia, «dejaré ir al pecador libre; pero aquí está el sustituto del pecador.» «¡Tráelo, oh justicia!» «¿Eres tú el sustituto por el pecado?» «Lo soy, Padre, lo soy.» «Bien, hijo mío, te amo, te he amado; pero por cuanto has venido a ser el sustituto de los pecadores, castigaré sobre ti todos los pecados que han cometido.» ¡Mira!, se levanta el azote: ¿acaso no se comportará indulgentemente sobre sus espaldas? Él es el Hijo. ¡Mira, la espada ha sido sacada de la vaina! ¡Oh espada, duerme en tu funda; él es el Hijo, él es el Hijo! Sí, pero aunque sea Hijo, es el representante del pecador, y debe morir. Mira cómo le golpea la espada sin remisión. Mira cómo la vara sale sobre él. Mira cómo tira tras tira de su carne estremecida es desgarrada cuando le flagelan atado al pilar de Pilato. Mira cómo se desangra por cada poro, mientras en el huerto suda bajo la expectativa de la ira de su Padre. ¡Oh hermanos, Dios es justo! Pero nunca lo sabemos tú la mitad de bien hasta que vamos a las sombras de Getsemaní y que liemos estado un tiempo en medio de los horrores del Gólgota. ¿Qué crees tú, oh hombre, o mujer no perdonados? Si Dios castigó a su Hijo, ciertamente te castigará a ti. Si Cristo, que sólo tuvo una culpa imputada, tuvo que sufrir así, ¡cuánto más no sufrirás tú!, porque tú tienes tic propio pecado. Si cl, el perfecto, el puro, sin mancha, tuvo que sufrir una agonía tan atroz, ¿cómo escaparás tú, si descuidas una salvación tan grande? ¿Cómo esperas ser liberado, si cayó una venganza tal sobre la cabeza de su Hijo? ¿Dónde encontrarás tú un refugio para ti mismo? Sabe esto: que Aquel que es terriblemente justo, y que no remitió la pena, sino que la demandó toda sobre Cristo, ciertamente te la aplicará plenamente si mueres no arrepentido, y si te llegas a su tribunal sin haber confesado tus pecados y sin haberlos lavado en la sangre del Salvador.
 
 Luego, creo que aquí podemos aprender acerca de la omnipotencia del amor. Oh Amor, tú eres el conquistador de los corazones. Oh Amor, tú eres el epítome de la Deidad, tú eres la explicación de la divinidad. ¿Qué es este inundo, este gran inundo nuestro, sino «amor» deletreado con enormes caracteres? Las estrellas,. si las pudiésemos leer bien, dicen «amor». Si pudiésemos interpretar el lenguaje de las lluvias, oiríamos cómo murmuran «amor». Y si pudiésemos reunir todas las flores, y destilar su esencia, y sacar su extracto, encontraríamos que su perfume sería «amor». Todo en este inundo nos habla de amor. Pero si queréis conocer la altura y profundidad, y la longitud y la anchura del amor de Dios, que sobrepasa a todo entendimiento, acudid aquí, a la cruz. Nunca conocemos nuestro amor a nuestro país hasta que se nos llama a hacer algún sacrificio por él. Recordaréis que en Rusia había una ley que eximía al hijo único de una viuda de ir a la guerra; pero se dice que estaban tan carentes de reclutas, que la ley fue derogada por un tiempo, y tomaron al hijo único de la viuda. Supongamos que aquí sucediese algo semejante, y que hubiese una viuda a la que se le llevasen su hijo único. Ved cómo se adelanta y dice: «Sí, lleváoslo; mi país me es más querido aun que él.» Ella lo conduce al frente, y le dice: «Vete, hijo mío, si es necesario, a morir; te doy, te doy bien dispuesta.» Veis los ojos enrojecidos de la viuda; se ha secado las lágrimas, pero ha llorado en secreto. Y si entramos de incógnito cuando su hijo ha partido, y la vemos derramando su dolor, podemos ver cuán grande ha sido el amor por su país que la ha hecho darle a él, todo lo que tenía. Amados, nunca conoceríamos el amor de Cristo en toda su altura y profundidad, si no hubiese muerto; ni podríamos conocer cuán profundo es el amor del Padre si no hubiese entregado a su Hijo a morir. En cuanto a las comunes misericordias de que gozamos, todas ellas cantan de «amor», lo mismo que la caracola, cuando nos la ponemos al oído, murmura acerca del finar de donde vino. Pero, ¡ah!, si quieres oír el mismo mar, si quieres oír el batir embravecido de las olas, no debes mirar a las misericordias cotidianas, sino a las misericordias de aquella noche, de aquel día, de aquella noche a mediodía, cuando Cristo fue crucificado. El que quiera conocer el amor, que se retire al Calvario y vea morir al Varón de Dolores:
 
 
 
 «Sí, de su cabeza, manos y pies
 Dolor y amor mezclados se derraman.
 ¿Acaso se encontraron jamás tal amor y dolor,
 O se formó de espinas tan rica corona?»
 
 
 
 II
 Ahora, amados, acudimos a la cruz para EXCITAR NUESTRAS EMOCIONES. De nuevo iremos con la imaginación al Calvario, y, con la ayuda de Dios, con algo más que esto. Trataremos de tener comunión con Cristo, primero para que se muevan nuestras emociones de dolor. No nos gusta una religión de dolor, pero no consideramos en absoluto aquella religión que no tenga dolor en ella. Lo que esté totalmente compuesto de dolor no proviene de Dios, porque Dios ama la dicha, se regocija en ver felices a sus criaturas, y su religión tiene esta tendencia. Pero aquel que nunca ha conocido dolor espiritual no ha conocido gozo espiritual; si nunca hemos derramado las lágrimas de arrepentimiento, no debemos esperar poder cantar el cántico de aceptación. Ve al Calvario, si quieres llorar. Hay momentos en los que daríamos todo un mundo por una lágrima’, cuando nuestros gélidos corazones son tan fríos que todo el calor de la misericordia no puede desentumecerlos; cuando nuestras almas de hierro son tan duras que parece imposible que lleguen nunca a conmoverse. ¡Ah, qué no daría yo si pudiese alce mas veces llorar a los pies de mí Salvador! Vosotros, cristianos, que habéis caminado durante mucho tiempo en sus sendas, ¿no habéis clamado alguna vez así: «¡Oh, si pudiese llorar como lo hacía, cuando era joven y tierno en el temor de Dios! Entonces derramaría su corazón en llanto, pero ahora este corazón de piedra no llora; aunque haya cosas acerca de Jesús que podrían hacer que mi corazón se derramase por mis ojos en torrentes continuos, sin embargo, ahora no puedo derramar ni una lágrima»? Bien, queréis llorar, acudid entonces conmigo al Calvario. Ved allí aquel Salvador con espinas sobre su frente. ¿No puedes encontrar una lágrima para él? Mirad las heridas en su costado. ¡Qué! ¿No puedes derramar una lágrima de dolor allí, especialmente cuando te recuerdo que es tu mejor amigo? Desde luego, podría decirte: «Si tienes lágrimas, prepárate a derramarlas ahora.» Deberías derramarlas mientras ves sus manos clavadas en aquel madero de maldición, y de su costado manando como una fuente de sangre. Ah, bien podríamos decir nosotros:
 
 
 
 «¡Ay!, ¿y vertió mi Salvador su sangre,
 Y murió mi Soberano?
 ¿Entregó él su cabeza sagrada
 A la muerte por un gusano cual yo?»
 
 
 ¿Que si murió? Sí, murió. ¡Oh, vosotras nubes, vosotras crecidas, vosotras lluvias, morad en mis ojos! Mi dolor tiene necesidad de todas las aguas que pueda producir la naturaleza, porque tengo necesidad de llorar ríos de dolor, porque maté a mi Salvador. Si por accidente yo hubiese muerto a mi mejor amigo terrenal, iría enlutado todos mis días. Pero por cuanto he dado muerte a mi Salvador por mi propio maldito pecado, ¡oh!, que lleve mi dolor hasta el sepulcro: no una des gracia carente de esperanza, sino dolor porque maté a mi Salvador. ¿Puedo oír alguna vez esta palabra Calvario sin recordar la triste tragedia relacionada con ella? Veré alguna vez la cruz sin derramar una lágrima sobre ella? ¿Oiré alguna vez la melodía del nombre del Salvador sin mezclar con ella las notas de endecha de mi dolor, clamando otra vez:
 
 
 
 «Tu cuerpo muerto, amado Jesús, tuyo,
 Y en tu propia sangre basado,
 Mientras a la ira divina expuesto
 En tus padecimientos estabas»?
 
 
 Dejad que derrame mi llanto así:
 
 
 «Mas lágrimas de dolor jamás compensarán
 La deuda de amor que he contraído;
 He aquí, Señor, a ti me entrego:
 Esto es todo lo que en mi mano hay.»
 
 
 Pero, como hemos dicho, la religión no es todo dolor, ni siquiera mucho de ella. La verdadera religión nos hace felices; aligera el ojo como las lámparas del cielo; hace que nuestros pies salten sobre esta cansada tierra, y hace elástica nuestra alma. Los que más religión tengan, menos desdicha tendrán, porque la religión transformará sus más amargas heces de dolor en copas de gozo. El que vive cerca de Cristo debe tener bendición, suceda lo que suceda. Pero el que de él se aparta, aunque le deis todas las misericordias de esta vida, no puede ser feliz, porque no tiene a Dios. Bien, vosotras, pobres almas angustiadas y enlutadas, ¿queréis tener gozo en vuestros corazones? Venid, dejad que os conduzca al Calvario. Vuestros corazones desesperanzados nunca podrán lamentarse demasiado con el aire del Calvario a vuestro alrededor. Listo-para-vacilar nunca tuvo un corazón titubeante cuando estaba aferrado a aquella cruz. No, su corazón era tan arrojado cuando estaba allí como el de Valiente-por-la-verdad. ¿Te sientes frecuentemente propenso a la depresión espiritual? ¿Estás agobiado bajo la desesperanza? Deja que te recete algo por una vez; deja que te recomiende algo que te curará de verdad. Cuando estés deprimido y te sientas desgraciado, ve a tu estancia, y allí, de rodillas, piensa en Aquel que gimió en Getsemaní, y dirás: «¿Qué son todos mis dolores comparados con los suyos?» Sube, entonces, piensa en el Calvario, y cuando hayas estado allí un rato, canta esto para tus adentros:
 
 
 
 «Cuán dulce contemplar el brotar
 De su sangre que mi alma redime,
 Sabiendo con divina certidumbre
 Que mi paz ha hecho con Dios.»
 
 
 O, si no puedes llegar a volar tan alto, di, con todo:
 
 
 
 «Aquí por siempre quedaría contemplando
 Corrientes de misericordia en los torrentes de sangre;
 Con las preciosas gotas mi alma rociando,
 Presentarme y mi paz con Dios apropiarme.»
 
 
 La cruz es un remedio infalible para la aflicción. Si quieres mezclar la cruz en tu copa, descubrirás que es como el árbol echado en la fuente de Mara, que hará dulce sus aguas. Si quieres tomar algo de la hiel de Cristo, esta hiel es maravillosa: hace dulces todas las otras hieles. Si quieres cortar alguna de las astillas del árbol en que él colgó, y pinchar tus venas cuando estés demasiado lleno de concupiscencia murmuradora, y por ello mismo deprimido y afligido de espíritu, entonces la lanceta celestial efectuará su cura; y sabrás que la cruz de Cristo te hace dichoso. Las personas más felices son las que más saben de Cristo. No nos digas que el epicúreo es feliz; no nos digas que el libertino es feliz, cuando dice:
 
 
 
 «Llena hasta arriba,
 Y que el burbujeante licor bese el borde.»
 
 
 No digas que es feliz quien corre atropelladamente la carrera de la concupiscencia; no digas que es feliz aquel cuya alma está lanzada a deseos de ambición: no lo es, sino que es desgraciado, y que su conciencia diga Amén. Es desgraciado, y que el silencio de la medianoche (porque a esta hora él tiembla) nos lo diga. Es desgraciado, y en lo más hondo de su corazón lo sabe; aunque las aguas superficiales de su alma parezcan a veces saltar gozosas, abajo en las profundas cavernas de su corazón hay tinieblas: unas tinieblas que, comparadas con las cuales, la medianoche es como el fulgurante mediodía. Si quieres ser feliz, si quieres regocijarte con un gozo indecible y glorificado, «¡He aquí el hombre!», el Varón de dolores que ha muerto por ti.
 
 Luego, hay otra emoción que creo debería siempre moverse cuando contemplamos la cruz de Cristo, y es la emoción del más ardoroso amor. Creedme, amados, para mantenernos como verdaderos cristianos en este mundo se precisa de mucho amor para vuestro Maestro. Si os contentáis con conformaron a las reglas de la sociedad aunque las consideréis erróneas, no tendréis grandes problemas. Pero si mantenéis un principio que no os deja rebajaron, si tenéis un alma que no puede ser aherrojada o encadenada, si decís: «Si tengo la razón, no es ninguna insensatez ser singular, y si me encuentro solo, que caigan todos los cielos, yo me mantendré por mi Señor», descubriréis que perseverar en esta conducta demanda mucho amor para el Salvador. Si conociésemos el corazón de Lutero cuando estuvo frente a la Dieta, y los desafió a todos, hubiésemos visto profundamente grabado en él el nombre de Cristo. Si pudieseis conocer el corazón de los que laboran por las almas de los hombres entre calumnias, menosprecio y oprobio, veríais grabado en el mismo centro el nombre de Jesucristo. No podéis perseverar mucho tiempo como cristianos en medio de la persecución y de la aflicción si no tenéis mucho amor para el Salvador. Pero, ¡ay!, a veces oímos a personas quejarse de que no pueden amar al Salvador. Ésta es una queja frecuente, pero hay una fácil cura para ella. Cuanto más viváis con Cristo tanto más le amaréis. Hay algunas personas en el mundo con una naturaleza tan poco atrayente, que parece que verlos una vez cada siete años es más que suficiente, si uno quiere amarlos. Pero de Jesucristo se puede decir, cuanto más vives con él, tanto más le amas. ¡Ah, pregúntale al encanecido santo si ama a Cristo más o menos que antes! Si se lo hubieses podido preguntar al viejo Ignacio en el teatro de Roma, si seguía amando a su Señor, ¿no habría dicho él: «Estos muchos años le he servido; nunca me ha hecho mal alguno; no puedo maldecirlo, pero puedo morir por él»? ¿Por qué no amáis a Cristo? Se debe a que no vivís con él ni pensáis suficiente acerca de él, porque «Con Cristo viviendo, su imagen logramos.»
 
 No intentéis activaron a vosotros mismos a un cierto grado de amor por Cristo por algún medio extraordinario. Id a morar con él, meditad continuamente acerca de él, imaginaos sus sufrimientos por vosotros, y entonces le amaréis: se os hará fácil, y él levantará vuestros corazones. Me parece que habría sido casi imposible que cualquiera de nosotros hubiese visto a Cristo cuando estuvo aquí sin amarle, si hubiésemos tenido una vez la gracia en nuestros corazones. ¡Ay!, puede que le estemos mirando vez tras vez sin amarle, excepto que la gracia esté en nuestros corazones. Uno de los deseos de mi alma es ver otra vez al Hombre Cristo Jesús en la tierra. Espero su advenimiento premilenial, y espero que venga otra vez. Y, ¡oh!, si pudiésemos asirnos de sus pies, si pudiésemos besar sus manos ensangrentadas, si pudiésemos ver el placentero fulgor de su mirada, que sobrepasa en gloria a las estrellas, entonces, ¡amarlo! Bueno, ninguno de entonces estaría diciendo cosas como «Quiero amarle», sino que le amaríamos en el acto, porque no podríamos dejar de hacerlo. ¡Ah!, si estamos en comunión con él, nunca diremos: «No puedo amarle», sino que diremos:
 
 
 
 «Si todas las naciones su valor supieran,
 De cierto toda la tierra también le amaría.»
 
 
 
 III
 Llegamos ahora al siguiente punto: «He aquí el hombre» Cristo Jesús para que CORRIJÁIS VUESTRA CONDUCTA: porque la religión no es algo meramente emocional o intelectual; es también práctica. Por muy hermosamente barnizado de religión que esté alguien, carece de ella si no la cumple en su vida diaria. «No os dejéis engañar; de Dios nadie se mofa; pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará.» Acudid conmigo al Calvario otra vez, y corregiréis vuestra conducta.
 
 Dejad que os recuerde una cosa, con lo que vuestra conducta mejorará en gran manera si acudís al Calvario. Aquí tenemos a miembros de diferentes denominaciones de la iglesia de Cristo, pero ¡cuán a menudo nos sentimos afectados por aquella cruel enfermedad, el fanatismo! ¡Cuán frecuentemente se levantan nuestros espíritus el uno contra el otro! Ahora bien, si queremos amar a todos los cristianos, hemos de «contemplar al hombre» Cristo Jesús. Hemos visto a los cristianos luchar, y luchar varonilmente unos contra otros; decimos varonilmente, porque no podemos usar aquella otra palabra que habríamos querido usar. Hemos visto a cristianos luchar terriblemente unos contra otros. Pero hay un lugar que nunca ha sido aún profanado por el pie de la controversia, y es el Calvario; allí sale la orden: «¡Envainad las espadas, combatientes! La batalla ha acabado. Ésta es tierra santa»: Aquí murió Jesús. ¡Ah!, hay algo que toca al corazón, cuando comenzamos a hablar de Jesús. No nos importa quién sea, tanto si es el dulce George Herbert, de la Iglesia de Inglaterra, como si se trata del igualmente excelente Rutherford, de la Iglesia de Escocia, si se trata de un disidente, de un conformista; cuando viene a hablar de Cristo, todos entonces le hacemos compañía. «Ven», decimos, «acerca de otras cuestiones lucharemos terriblemente, pero cuando acudimos aquí, todos somos uno en Cristo Jesús.» Y todos nos damos la mano, porque sentimos que somos uno. Este toque, este contacto, no de la naturaleza, sino de la gracia, hace de todo el mundo cristiano uno solo en el acto. ¡Oh!, tú hombre de alma pequeña, que no tienes amor por nadie a no ser que se conforme con tu propia secta, tú conoces poco de Cristo, porque si vivieses cerca de él, tendrías un ancho corazón.
 
 También, yendo al Calvario, corregiréis vuestra práctica por lo que respecta a la santidad externa. No me digáis que el hombre tiene concepto alguno del amor de Cristo para con él, si puede pecar voluntariosamente contra el Salvador. De vez en cuando vemos extraños prodigios, pero el más extraño de todos sería un cristiano que pudiese permitirse vivir como un mundano, y sin embargo mantener la comunión con Jesucristo. Hemos oído a hombres hablar de su experiencia, y que nos pueden dar yardas de santidad, por lo que a la lengua se refiere; pero cuando se trata de la conducta, ¡ah!, su religión no está hecha para soportar las presiones diarias; es una especie de religión de pastelería, no hecha para ser llevada por un mundo rudo; ha sido hecha más como adorno para el salón; una religión de moda, bonita, para salir los domingos, y para ser llevada a un lugar de culto; pero nunca ha sido pensada para el trabajo. La bolsa, ¡qué!, ¿llevar la religión allá? Ni hablar, ¡se inmiscuiría en los negocios! ¡La religión en su tienda! ¡La religión en sus tratos ordinarios! Nunca pensaron en nada así; pensaban que la religión era algo para su estancia secreta, aunque tuviera la puerta un poco entreabierta. Pensaban que la religión era para ellos sencillamente cuando leían la Biblia, u otros libros religiosos. ¿Pensáis que esas personas conocen a Cristo? ¡Ay, no! Los que viven cerca de Jesús, los que «contemplan al hombre», se volverán como Cristo. No hay nada como tener participación en la sangre de Jesús, y tener comunión con él, y sin embargo vivir en pecado. No os engaitéis con respecto a esto. Las insensateces y modas de este mundo no son consecuentes con la piedad, y el, que espera tener a Cristo y también el mundo, ha cometido un gran error. ¿No habéis oído nunca la bonita fábula contada por el moralista persa Saadi? Tomó en su mano un trozo de arcilla perfumada y le dijo: «¡Oh arcilla, ¿de dónde tienes este perfume?» Y la arcilla dijo: «Yo era una vez un trozo de arcilla común, pero me dejaron durante un tiempo en compañía de una rosa, y embebí su fragancia, y ahora me he vuelto arcilla perfumada.» Creyente, también tú no eres nada más que un trozo de común arcilla, pero si vives con la Rosa de Sarón, si tienes a Jesús contigo, serás un trozo de arcilla perfumada. Y allí donde vayas, darás su aroma. Sabré la compañía que guardas por la fragancia que despides. Si has yacido en camas de especias, olerás a mirra, y a nardo, y a áloes. No creeré que seas hijo de Dios si no presentas los rasgos de tu Padre, ni pensaré que has estado con Jesús si no veo que has aprendido de él. Oh, si queréis reformaros, si queréis corregir vuestras vidas, si queréis reprimir el pecado, y refrenar los desbocados caballos de vuestra concupiscencia; si queréis vencer vuestras iniquidades y perseverar en la santidad, ahí está el medio: «He aquí el hombre.» Mirad allá a Cristo Jesús.
 
 Ahora tengo tiempo sólo para aplicar mi texto a todas las clases entre vosotros, y luego habré terminado. «¡He aquí el hombre!» Miradle. Es una exhortación que usaré con cada uno de vosotros. Hay aquí algunos, confío yo, que están llorando debido al pecado. Habéis descubierto que estáis perdidos y arruinados por la caída. La misericordia soberana de Dios os ha mirado y os ha enseñado vuestra impotencia. Antes pensabais que vuestra moralidad era suficientemente buena, y que vuestra propia integridad os llevaría al cielo; pero ahora se levanta en vuestra alma un clamor y griterío acerca del fuego del pecado dentro de vosotros, y habéis descubierto que estáis perdidos y arruinados. A vosotros vengo a predicar; a vosotros de manera especial:
 
 
 
 «No fue a los justos, no a los justos;
 A los pecadores vino a salvar Jesús.»
 
 
 
 Si os reconocéis como pecadores, sintiendo que lo sois, el glorioso evangelio del Dios bendito es: «¡He aquí el hombre!» Mirad ahí a Jesús; ved vuestro pecado puesto sobre su cabeza; y ved allí la terrible expiación por vuestra culpa. «¡He aquí el hombre!» Ésa es la lección para los arrepentidos.
 
 Dejad que os cuente una anécdota, que ya he contado antes varias veces, porque me encanta repetirla. Un amigo mío, que ha sido clérigo en Irlanda, me la contó él mismo como una verdadera narración. Decía un clérigo de una parroquia irlandesa que «salía a visitar a todos sus fieles, pero», contaba él, «había una pobre mujer en la parroquia que había sido una mujer muy libertina, y no osaba ir a visitarla, porque pensaba que no concordaría con mi posición, por lo que la pasé de largo. ¡Ah, hermano mío!», dijo, «sé que era una soberbia maligna, o habría ido tras el primero de los pecadores, porque el cuidado de aquella alma me había sido, en cierta manera, encomendado a mi.» Un día la Vio en la iglesia, y pensó que la oía repetir las respuestas, y se imaginó ver lágrimas que resbalaban por sus mejillas. ¡Oh, cómo anhelaba por la salvación de aquella alma en sus entrañas! Deseaba hablar con ella, pero no se atrevía. Pasaban los fineses, y ella seguía acudiendo, una adoradora constante, y sin embargo él pasaba de largo por su puerta y no la visitaba. Al final, un día ella salió a la puerta y lo llamó: «Señor, querría verle.» Entonces él entró, y ella se asió de él y le dijo: «¡Oh, señor!, si su Aneo hubiese estado en este pueblo la mitad del tiempo que ha estado usted, estoy segura de que habría acudido a verme, porque soy la peor pecadora de la parroquia, y por ello soy la que más necesita su ayuda; pero aunque usted no haya venido a verme, sé quién ha dicho: " Es palabra fiel y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero."» ¡Ah!, ¿no somos también nosotros primeros de los pecadores? Puede que tú nunca peques como ella pecó, pero has pecado. Puede que no hayas transgredido abiertamente como ella, pero si Dios el Espíritu está obrando en tu corazón, te contentarás con estar a su lado, y los dos diréis a la vez: «Primero de los pecadores soy.»
 
 Otra vez debo recordarte que Jesús murió por los pobres pecadores, también por ti. No voy a dirigirme a ningún otro tipo de personas sino a vosotros, pero voy a extenderme un poco más con vosotros ahora. ¡Quiera Dios que pudiera llevarte a ti, alma arrepentida, a los pies de mi Salvador! ¿Estás buscando reposo y no hallando ninguno? Hombre, ¿dónde lo buscas? ¿Lo estás buscando en las obras de la ley, intentando salvarte dejando tu pecado y reformar tu error? ¡Oh, te exhorto, no cubras así tu herida, porque todo el mortífero veneno seguirá dentro! No vayas al Sinaí, porque en sus laderas llenas de espinos no crece misericordia. No ,ayas allí, porque el trueno proviene de la ley; la ley dice: «Pecador, morirás.» Pero, ¡ah, oyentes míos!, si sois culpables ahora, y estáis trabajados bajo una sensación de condenación, dejad que os ruegue, por el amor que os tenéis a vosotros mismos, acudid a Cristo y creed en él, y con toda certidumbre hallaréis la salvación. Nunca ha habido todavía un pecador que fuese echado de sus puertas. ¿Es que acaso vais a ser los primeros? Nunca ha habido una persona arrepentida echada sin una bendición: y si ahora llamas no serás rechazado. El portal de la misericordia está siempre abierta para el hombre que llama con sinceridad. Ve y llama, y tuya la misericordia será. ¿Qué si tus pecados son más numerosos que los de otros? Doy gracias a Dios por ello, porque tengo tanta más razón para predicarte. El único derecho para creer en Cristo te lo da que seas pecador. Si conoces tu pecaminosidad, puedes saber que el Salvador es tu Salvador. Cristo vino a salvar a los pecadores. ¿Eres pecador? Si es así, te puedo decir, con una autoridad escrituraria, que Jesús vino a salvarte. Pero, ¡ay, vosotros, buena gente moral, que confiáis en vuestras propias obras! ¡Ay, vosotros, que os coséis delantales de hojas de higuera, y que trabajáis día tras día las vestiduras de vuestra propia justicia! Descubriréis que vuestras buenas obras son absolutamente insuficientes. Todo lo que sea de la hilandería de la naturaleza, la muerte lo deshará. Todo lo que la naturaleza haya jamás ceñido alrededor del pecador ha sido vano, peor aún que vano. Echa fuera tu propia justicia, oh moralista, echa fuera tus buenas obras, y cree en Cristo. Le preguntaron a un hombre bueno, cuando moría, qué estaba haciendo entonces, y dijo: «Estoy tirando todas mis obras buenas por la borda, y confiando enteramente en Jesús; estoy echando todas mis buenas obras por encima de la borda, y me aferro a la balsa de la libre gracia; porque sobre ella espero alcanzar la gloria.»
 
 He terminado, pero no sin decirte el camino de la salvación. Está escrito en la Palabra de Dios: «El que crea y sea bautizado, será salvo.» ¿Me preguntas qué es creer? Creer es descansar sencilla y enteramente en la sangre de Cristo para salvación. No conozco una mejor expresión de la fe que ésta:
 
 
 
 «Nada en mis manos traigo;
 Sencillamente a tu cruz me aferro.»
 
 
 
 Que por su gracia, Dios os ayude a decir esto. Amén.

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