Charles H. Spurgeon

Cántico de los ángeles

"Gloria en las alturas a Dios y en la tierra paz; buena voluntad para con los hombres" (Luc. 2:14) 
 
 Los ángeles habían presenciado muchos acontecimientos gloriosos y tomado parte en muchos coros de gran solemnidad alabando a su Creador todopoderoso. Asistieron a la creación: «Cuando las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios» (Job 38:7).
 
 Vieron formarse la multitud de planetas en la palma de la mano de Jehová y ser lanzados, por esa misma omnipotente mano, al espacio infinito. Habían entonado himnos solemnes sobre numerosos mundos creados por el Todopoderoso. Habían cantado, no lo dudamos, con frecuencia: «La bendición, y la gloria y la sabiduría, y la acción de gracias y la honra y la potencia y la fortaleza, sean a nuestro Dios para siempre jamás» (Apoc. 7:12).
 
 Tampoco dudo que su canto hubiese aumentado en fuerza durante el transcurso de las edades. Así como al ser creados, su primer canto fue un suspiro al ver a Dios crear nuevos mundos, se añadió a este canto nueva armonía; se fueron elevando en la escala de la adoración. Pero esta vez, al ver a Dios descender de su trono, al Creador hacerse criatura y reposar en el seno de una mujer, elevaron aún más la nota, y llegando al límite de la extensión de la música angélica, entonaron las notas más sublimes de la escala divina de las alabanzas y cantaron: Gloria a Dios en las alturas, porque sintieron que a mayor altura no se puede llegar, ni aun la misma bondad divina. Así, el tributo de su alabanza más sublime se rindió al acto más sublime de la divinidad.
 
 Si es verdad que existe diferentes categorías de ángeles, elevándose por grado su magnificencia y dignidad, según enseña el apóstol que hay «ángeles, tronos, dominios, principados y potestades», entre estos habitantes benditos del mundo superior e invisible, puedo imaginar que cuando la noticia primero se comunicó a los ángeles en los confines del mundo celeste, cuando miraban desde el cielo y vieron al niño recién nacido, reexpidieron el mensaje al punto de origen de tal milagro, cantando:
 

 «Oh, seres celestes del reino de gloria,
 Que hoy de los astros recitáis la historia,
 Al mundo, veloces, ya todos bajemos,
 Al Rey de los reyes, nacido, cantemos.»

 
 Y conforme iba el mensaje pasando de categoría en categoría, por fin los de la «presencia», que perpetuamente sirven alrededor del trono de Dios, cogieron la melodía y reasumiendo el canto de todos los grados inferiores, sobrepujaron a todos en armoniosa sinfonía de adoración, a lo que prorrumpió todo el ejército: «Alabadle, cielos de los cielos: Gloria a Dios en las alturas.»
 
 ¡Ah! No hay mortal capaz de imaginar la magnificencia de aquel canto. Y recuérdese que si los ángeles cantaban antes y cuando el mundo se formó, sus alabanzas salían más llenas, más potentes, más sublimes, si no más cordiales, al ver a Jesucristo nacido de la virgen María, para ser el Redentor del hombre caído: «Gloria a Dios en las alturas.»
 
 La salvación, la mayor gloria de Dios
 
 Qué podemos aprender de esta palabra primera del cántico de los ángeles? Naturalmente, se desprende de ésta: que la obra de la salvación constituye la mayor gloria de Dios. Es glorificado por cada gota de rocío que brilla al primer rayo del sol. Es magnificado su nombre en cada flor que abre su corola a la luz, en la copa de los árboles del bosque, aun cuando viva oculta y ostente sus colores fuera de la vista humana y sólo para esparcir su perfume en la ignorada selva. Dios es glorificado por cada pájaro que gorjea en la rama, por cada corderillo que salta en la pradera. ¿No le alaban los peces del mar, desde el monstruo hasta el más pequeño pececillo? ¿No le alaba toda la creación, excepto el hombre? ¿No le subliman las estrellas al escribir con letras de oro su santo nombre sobre el lienzo azul de los cielos? Dice el salmista: «Los cielos cuentan la gloria de Dios. Y la expansión denuncia la obra de sus manos. Él un día emite palabras, al otro día. Y la una noche a la otra noche declara sabiduría (Sal. 19:1, 2). ¿No le adoran los relámpagos cuando reflejan su resplandor al volar como saetas de luz, iluminando la oscuridad a media noche? ¿No le proclaman los truenos al retumbar en el espacio, como el redoble de un inmenso tambor, a la marcha de los ejércitos de Dios? ¿No le ensalzan todas las cosas, desde las más pequeñas hasta las más grandes? ¡Canta, canta, universo, hasta agotarse toda tu fuerza; pero jamás nos ofrecerás canto más bello que el cántico de la encarnación! Aun cuando toda la creación sea como un órgano majestuoso de alabanza, no expresará jamás el contenido glorioso del cántico de la encarnación. Hay más en ella que en la creación, más melodía en Jesús, puesto en el pesebre, que en mundos sobre mundos girando en majestad y gloria alrededor del trono del Altísimo.
 
 Parémonos a pensar en ello por un momento. He aquí cómo cada atributo divino se magnifica. ¡Qué sabiduría! Dios se hace hombre para que pueda ser justo siendo Justificador del impío. ¡Qué poder! Porque, ¿cuándo resulta más grande el poder, que cuando se oculta? ¡Qué poder, el de la divinidad, cuando se despoja de sí misma y se hace carne! ¡Qué amor! Es incomparable el que se revela en Jesús hecho hombre. ¡Qué fidelidad! ¡Cuántas promesas se cumplen en este día! ¡Qué gracia! Y al mismo tiempo, ¡qué justicia! Porque en la persona del recién nacido se había de cumplir la ley y en su cuerpo precioso la venganza había de hallar satisfacción por las injurias hechas a la justicia divina. Todos los atributos de Dios estaban maravillosamente velados y revelados. Decidme un atributo de Dios que no esté manifestado en Jesús y no será difícil demostrar que sólo la ignorancia es la causa de no haberlo visto antes. La divinidad entera está glorificada en Cristo, y aunque parte del nombre de Dios está escrito en el universo se lee con mayor claridad en aquel que fue el Hijo del hombre y sin embargo el Hijo de Dios.
 
 Imaginaos todo el resplandor del sol enfocado en un punto, y no obstante, tan suavemente revelado, que pueda percibirse por el ojo humano; así, el Dios glorioso se ha dignado bajar para que le contemplemos nacido de mujer. Meditémoslo. ¡La misma imagen de Dios en carne mortal! ¡El heredero de todo, acostado en un pesebre! ¡Maravilloso! ¡Gloria a Dios en las alturas! Nunca antes se reveló Dios como ahora se manifiesta en Cristo Jesús.
 
 Una palabra más. Es preciso que aprendamos de esto que si la salvación glorifica a Dios, y le glorifica en grado supremo, haciendo que le glorifiquen las criaturas superiores, se debe recordar que la doctrina que glorifica al hombre, en vez de glorificar a Dios, en la obra de la salvación, no puede ser el Evangelio. Los ángeles cantaron: «Gloria a Dios en las alturas.» No creen ellos doctrina alguna que quite la corona de Cristo colocándola en la frente de los mortales. No creen en teologías que hagan depender de la criatura humana la obra de salivación, concediendo así la gloria al hombre. Hay predicadores que se deleitan en predicar doctrinas que ensalzan al hombre; pero en el Evangelio de éstos no hallan deleite ninguno los ángeles de Dios. Las únicas «buenas nuevas» que hicieron cantar a los ángeles fueron las que ponen a Dios al principio, al centro y al fin, en la obra de la salvación de sus criaturas y dedican la corona sola y exclusivamente al que salva, sin auxilio humano. «Gloria a Dios en las alturas.»
 
 Paz en la tierra
 
 Cantando esto, cantaron lo que nunca habían pronunciado antes. «Gloria a Dios en las alturas» era un Cántico muy antiguo. Lo habían cantado desde antes de la fundación del mundo. Pero ahora cantaban lo que podríamos llamar un cántico nuevo, ante el trono de Dios, pues añadieron el verso: «Paz en la tierra.» Esto no lo cantaron en el huerto de Edén aunque allí había paz; pero parecía cosa natural y apenas digna de celebrarse. Más que paz era lo que reinaba allí, pues la gloria de Dios lo inundaba. Pero, a estas horas, el hombre había caído y desde la caída en que un querubín con la espada candente había echado al hombre de allí, no había habido paz en la tierra, salvo en el pecho de algunos creyentes que habían hallado paz en la viva fuente de esta encarnación de Cristo. Las guerras habían devastado la tierra de un extremo a otro. Los hombres se habían degollado mutuamente, a montones. Guerras adentro y guerras afuera. La conciencia había luchado con el hombre; el diablo había atormentado al hombre, sugiriéndole la maldad. Desde la caída de Adán no había habido paz en la tierra. Pero ahora aparecía el Rey recién nacido; sus pañales eran su bandera blanca, la bandera de paz. El pesebre fue el lugar famoso donde se firmó el tratado, según el cual cesaría la guerra entre la conciencia y él mismo, entre la conciencia del hombre y su Dios. Entonces, en aquel día, resonó la trompeta: «Envaina la espada, oh hombre; envaina la espada, oh conciencia, porque ahora están en paz Dios con el hombre, el hombre con su Dios.»
 
 ¿No sentís, hermanos, que el Evangelio de Dios os proporciona la paz? ¿Dónde se podrá hallar la paz, fuera del mensaje de Jesús? Anda, moralista; trabaja y sufre por conseguir la paz, pero jamás la hallarás. Acude al Sinaí, tú que confías en el cumplimiento de los mandamientos; contempla las llamas que vio Moisés y tiembla y desespera; porque la paz no se encuentra fuera de aquel de quien aludió el profeta cuando dijo: Un niño nos es nacido… y se llamará su nombre… Príncipe de Paz.
 
 Y ¡qué paz, amigos; paz como un río y justicia como las olas del mar! Es la paz que sobrepuja todo entendimiento, que guarda nuestro corazón y nuestro entendimiento en Jesucristo nuestro Señor. Esta paz sacrosanta entre el alma perdonada y Dios el Perdonador, esta maravillosa reconciliación entre el pecador y su juez, esta pacificación es la que cantaron los ángeles al prorrumpir: «Paz en la tierra.»
 
 Mediante nuestro Señor Jesucristo venido en carne, hay algo de paz en la tierra, pero la paz infinita vendrá. Se levantan voces en contra de la guerra y se rinde testimonio fiel contra este gran crimen. La religión inmaculada de Cristo levanta su escudo de protección sobre los oprimidos y declara detestables ante Dios la tiranía y crueldad. Cualquiera que fuera el abuso y escarnio que se echaran sobre el verdadero ministro de Cristo, no callará en su protesta mientras existan naciones y razas oprimidas que requieran que se abogue en su favor, ni los siervos de Dios, si son fieles al Príncipe de Paz, cesarán de mantener la paz entre los hombres hasta el punto a que alcance su poder. Día vendrá en que este testimonio saldrá triunfante y las naciones no se ensayarán más para la guerra. El Príncipe de Paz quebrará la lanza de guerra sobre la rodilla. Él, el Señor de todos, romperá las saetas del arco, la espada y el escudo, poniendo fin a toda batalla, y lo hará en su propia morada, en Sión, que es más gloriosa y excelente que todas las montañas de caza (Sal. 76:3). Tan cierto como es que Jesús nació en Bethlehem, lo es que todavía hermanará a todos los hombres y establecerá la monarquía universal de paz, de la cual no habrá fin. Así pues, cantemos, si apreciamos la gloria de Dios, porque el Niño recién nacido nos la revela; y cantemos si apreciamos la paz en la tierra, porque ha venido a traérnosla.
 
 Y ahora, a la práctica respecto a la paz. Amigo, ¿no quieres recibir a tu hijo en casa? ¿Te ha ofendido? Hazle entrar. «Paz en la tierra.» Haya paz en tu familia.
 
 Hermano, ¿has hecho voto de no hablarte más con tu hermano- Búscale y dile: «¡Oh, hermano, no se ponga el sol de este día sobre nuestro enojo.» Hazle entrar y dale la mano. Señor comerciante, ¿tienes algún rival contra quien has hablado estos días? Arreglaos hoy o mañana; tan pronto como podáis. Y si por algo te inquieta la conciencia, si algo te impide que tengas paz, pídele a Dios que lo remueva. Dile: «Oh Dios, conmigo y contigo haz que ya disfrute hoy de dulce paz», pues notemos bien que se trata de paz en la tierra, paz en ti mismo, paz para contigo mismo, paz con los que te rodean, paz con Dios. No descanses hasta que la tengas.
 
 Buena voluntad para con los hombres
 
 Sabiamente, terminaron los ángeles su canto con el tercer verso, diciendo: «Buena voluntad par con los hombres.» Los filósofos han dicho que Dios tiene buena voluntad para con los hombres, pero nunca he conocido persona alguna que fuese consolada por semejante afirmación. Los sabios han sacado en consecuencia de lo que han visto en la creación que Dios debe tener muy buena voluntad para con los hombres; porque si no fuese así, nunca hubiera hecho tantas cosas para nuestro bienestar; pero nunca he hallado persona alguna cuya alma se atreviese a descansar en esperanza tan débil. Pero no sólo he oído hablar de miles, sino he conocido a miles que están absolutamente ciertos de que Dios tiene buena voluntad para con ellos, y si les preguntamos el porqué, están dispuestos a dar contestación categórica, plena y consciente. Dicen: «Tiene buena voluntad para con los hombres porque «de tal manera amo Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.» No se puede dar mayor prueba de bondad entre el Creador y sus criaturas que ésta: que dé su Hijo unigénito y bien amado para que muera por las culpas de ellas.
 
 Aunque la parte primera es divina y la segunda llena de paz, esta tercera conmueve más mi alma. Algunos piensan de Dios como si fuese un ser frío que odia a la humanidad entera. Algunos le representan como existiendo sin tomarse interés alguno en nuestros asuntos. Escuchad todos: Dios tiene «buena voluntad para con los hombres». Ya sabéis qué quiere decir «buena voluntad». Pues bien; todo lo que implica la palabra y mucho más tiene Dios para con vosotros, hijos e hijas de Adán. Maldiciente, has maldecido a Dios, mas Él no te ha maldecido en cambio; todavía te tiene buena voluntad, aun cuando tú la tengas mala para con El. Incrédulo, has pecado gravemente contra el Altísimo. Él, en cambio, no ha empleado su poder contra ti, porque todavía te tiene buena voluntad. Pobre pecador, has quebrantado su ley y tienes miedo de acercarte a su trono de misericordia, por temor de que te rechace. Escucha esto tú y cobra aliento: Dios tiene buena voluntad para contigo, y tan buena, que aun con juramento ha dicho: «No quiero la muerte del impío, sino que se torne el impío de su camino y que viva» (Ezequiel 32:11). Tan buena voluntad, que además ha tenido a bien decir: «Venid luego, y estemos a cuenta; si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.» Y si preguntas: «Señor, ¿cómo sabré que tienes tan buena voluntad para conmigo?», te dirige al pesebre, diciendo: «Pecador, si no tuviera buena voluntad para contigo, ¿habría descendido a esa cuna? Si no tuviera buena voluntad para con la raza humana, ¿habría entregado al Hijo unigénito para que se identificara con esa raza, para que redimiese de la muerte a sus miembros?» Vosotros que dudáis del amor del Maestro, contemplad este coro de ángeles; contemplad el brillo de su gloria; escuchad su canto y que en él se ahoguen vuestras dudas y que se entierren en esa armonía. Tiene buena voluntad para con los hombres: está dispuesto a perdonar, dispuesto a remitir la iniquidad, la transgresión y el pecado. Y notad que si Satanás añadiera: «Si bien Dios tiene buena voluntad, no puede prescindir de su justicia; y por lo mismo, su bondad puede resultar ineficaz y tú puedes morir y perecer.» Si tal sucediese, escucha tú la primera parte del cántico: «Gloria a Dios en las alturas», y responde al enemigo en todas sus tentaciones, que cuando Dios manifiesta su buena voluntad para con el pecador arrepentido, no sólo le viene la paz al corazón, sino el acto proporciona gloria a cada atributo de Dios; siendo El justo y, sin embargo, Justificador del pecador que cree.
 
 
 Expresiones proféticas
 
 En las palabras de nuestra meditación hay expresiones proféticas. Cantaron los ángeles:
 

 "Gloria a Dios en las alturas. En la tierra paz, Y buena voluntad para los hombres".

 
 Pero miro a mi alrededor y ¿qué veo? No veo a Dios honrado. Veo al mundo pagano inclinarse ante los ídolos. Miro a mi alrededor y veo a los tiranos enseñorearse de los cuerpos y de las almas. Viven olvidados de Dios. Contemplo la carrera de codiciosa multitud en pos de Mammón; veo la carrera sangrienta de la multitud en pos de Moloc; veo la ambición olvidada de Dios cabalgando a trav6s del país cual Nimrod, deshonrando su nombre. ¿Fue esto acaso lo que hizo cantar a los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas»? Ciertamente que no. Pero mejores días nos aguardan. Cantaron: «Paz en la tierra.» Pero todavía oigo el clarín de la guerra y el estampido horrible del cañón. Todavía no se han trocado las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces. Prevalece todavía la guerra. ¿Cantaron acerca de esto los ángeles? Viendo como veo guerras por todas partes, ¿creeré que los ángeles no esperaban otra cosa? No, y mil veces no; hermanos: Cl cántico de los ángeles está lleno de profecías que se cumplirán el día señalado.
 
 Algunos años más, y quien los viva, verá por qué cantaron los ángeles. Algunos años más, y el que ha de venir vendrá v no tardará. Cristo el Señor vendrá otra vez, y cuando venga echará los ídolos de sus altares. Aniquilará toda forma de herejía y todo vestigio de idolatría. Reinará de polo a polo, sin límite en potencia y poderío. Reinará cuando aquel azulado cielo se repliegue como vestidura y pase. Ni riña ni discordia afectarán al reinado del Mesías y no se verterá sangre jamás. Colgarán alto el inútil escudo y no estudiarán más para la guerra. Se acerca la hora cuando se cerrará para siempre el templo de Jano y cuando el cruel Marte se desterrará del mundo. Viene el día cuando el león comerá paja como el buey y cuando se acostará el tigre con el cabrito, cuando el niño destetado extenderá su mano sobre la caverna del basilisco y se entretendrá sobre la cueva del áspid. La hora se acerca. Los primeros albores se observan. He aquí que viene con las nubes en majestad y gloria. Vendrá quien aguardamos con esperanza y gozo, cuya venida será gloria para sus redimidos y confusión para sus enemigos. Ah!, hermanos, cuando los ángeles cantaron «Gloria», resonó un eco que se percibe de edad en edad hasta realizarse el glorioso porvenir que nos aguarda. 
 

 «¡Aleluya! Cristo el Señor Dios Omnipotente
 Reinará eternamente.»
 

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