Del escritorio de Julio Ruíz

Proverbios, propuestas para una vida mejor – El que mucho habla mucho yerra

Muchos de nosotros recordamos la experiencia cuando al visitar al médico por ciertas enfermedades, especialmente las virales, le oímos decir: «Déjeme ver su lengua”. Llega a ser interesante cómo ellos pueden hacer un diagnóstico con tan sólo mirar dentro de la boca de una persona. El asunto es que algunas enfermedades se pueden detectar por la apariencia de la lengua. Lo mismo sucede con los ojos, la llamada “lámpara del cuerpo”. Con la experiencia de la ciencia pudiéramos parodiar el dicho “muéstrame tu lengua y te diré quién eres”. El tipo de conversación nos mostrará a la persona que tenemos por delante y revelará a su vez lo que hay dentro de su corazón. Fue por eso que Jesús, reconociendo esta verdad, dijo: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo. 12:34). Así, pues, la lengua es el órgano que tenemos para comunicarnos y expresarnos. Ha sido puesto en nuestro cuerpo con la función específica de trasmitir lo que sentimos y pensamos. Se cataloga como uno de los órganos más pequeños, pero en quien pudiera concentrarse todo un poder inesperado. De este modo estaríamos hablando de un poder para levantar o uno para destruir. De un poder para edificar o uno para desanimar. De un poder para enaltecer o uno para difamar. De un poder para alabar u otro para blasfemar… Todo esto nos advierte que es tan importante que se sepa lo que estoy hablando, con quien estoy haciendo y cómo lo estoy presentando. Porque la “muerte y la vida están en el poder de la lengua”.

Hay personas que tienen una capacidad para hablar que impresionan a primera vista. Han desarrollado una verbosidad con la que son capaces de hablar de todo un poco, hasta por horas, sin agotar los temas. Mientras que otros son más parcos en el habla, a lo mejor por timidez o por temor de ofender o ser objeto del hazmerreír de otros. El proverbio que se relacionada con este tema nos dice: “En las muchas palabras no falta pecado; más el que refrena sus labios es prudente” (Proverbios 10:19) Y es que el que “mucho habla mucho hierra”, sentencia el adagio criollo. Es un hecho que en el habla desmedida se pueden colar palabras que van desde las vanas y sin sentido hasta las que ofenden y destruyen. Con esto afirmamos que una palabra llena de celos introduce la desconfianza. Una palabra con maldición destruye la nobleza del alma. Y aún más, una palabra hiriente hace llorar al amor. Pero de igual manera una palabra llena de entusiasmo levantará una actitud pesimista. Una palabra llena de aliento alegra un corazón triste. Una palabra de esperanza trae vida donde se acaban las ilusiones. Una palabra de amor restaura a la persona ofendida. Una palabra de paz puede ponerle fin a la discordia. Una palabra oportuna puede detener el peligro. Una palabra sabia puede enderezar el camino. Una palabra de perdón libera al que está cargado. Una palabra de consuelo quita el luto del corazón acongojado. Una palabra de verdad puede descubrir la mentira. Y una palabra dicha de honestidad disipa las dudas.

Un autor anónimo, a lo mejor reconociendo las tendencias de las palabras, ha escrito: “Si quieres ser discreto, observa estos seis preceptos que te recomiendo: qué es lo que dices y dónde, de qué, a quién, cómo y cuándo”. Nos evitaríamos muchos males si habláramos menos y pensáramos mejor las cosas. Cuando Santiago comentó sobre la lengua no anduvo con rodeos para advertir respecto a lo que puede hacer una persona deslenguada. Dijo que era más fácil controlar un caballo, guiar un gran barco, y domar toda clase de animales, pájaros, reptiles y criaturas marinas antes que controlar la lengua (3:3-8). Dijo que era un «fuego» inflamado por el infierno mismo (v.6), y «un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal» (v.8). No dejemos que este minúsculo órgano afee nuestra personalidad por un mal uso. No seamos contados con los que viven herrando por poseer una lengua descontrolada. Contémonos entre aquellos que usan las palabras para bendición y para bendecir. Seamos parte de los que usan palabras agradables porque “panal de miel son los dichos suaves; suavidad al alma y medicina para los huesos” (Proverbios 16:24). Dejemos reinar al Señor en nuestras vidas para que digamos como el profeta “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado…” (Isaías 50:4) 

 

 


Nota: Este estudio es brindado por entrecristianos.com y su autor para la edificación del Cuerpo de Cristo. Siéntase a entera libertad de utilizar lo que crea que pueda edificar a otros con el debido reconocimiento al origen y el autor.  

 

 

Con el proverbio de hoy nos encontramos frente al más elocuente elogio con el que se puede calificar la conducta de un ser humano. Esto se menciona porque la vida pareciera ser la consecuencia lógica de los caminos que tomados. Las huellas que surcan los senderos por donde pasamos marcan para bien o para mal nuestro carácter, el rostro de nuestra personalidad. Y es que no hay tema que toque más las fibras de la conciencia que el que aborda la integridad. Esta virtud moral es como el filtro del alma por el que se prueban nuestras actitudes y nuestras acciones. Es cierto reconocer que no es fácil esgrimir esta probidad como el mejor trofeo en nuestro diario vivir. A la hora de presentarla, parecieran ser más visibles las costuras y las manchas que la transparencia que la caracteriza. En una sociedad que se distancia cada vez de los auténticos valores morales y espirituales, y nos ofrece como contra parte una permisología de vida, signado por el culto a lo material, a lo sensual y al consumismo no selectivo, la integridad no siempre es la más indefectible autoridad que haga repeler a los adversarios. Porque un hombre podrá carecer de dones, fortunas, renombres… pero si posee integridad dispone de la mejor riqueza. El epitafio para cada tumba debiera ser aquel que se pueda escribir con el cincel de la integridad. Porque no vale mucho una vida que carezca de esta virtud.
 
 El diccionario Webster define a la integridad como "…el estado de estar completo, no dividido". De hecho cuando usamos el término íntegro nos referimos no a una parte sino a un todo. ¿Cuál es la idea? Si ando en integridad, mis palabras y mis hechos deberían coincidir. Lo que soy en el recinto de la familia, en el trabajo o en la iglesia, también lo debiera ser en la intimidad. Pero para nuestra propia reflexión, y hasta tristeza, la integridad es un producto perecedero; no es lo que más se tiene, ni tampoco es lo que más se busca. Porque el fin de la integridad no es tanto lo que hacemos sino lo que finalmente somos. Aquí es donde confluyen nuestros sistemas de valores. Ellos son parte de nosotros sin la posibilidad de estar separados de nuestra personalidad. Sin embargo, la integridad ha sido resquebrajada en todos los niveles y posiciones. Hoy los escándalos políticos, administrativos, económicos y sexuales están haciendo su recorrido desde la Casa Blanca (representando a los que nos gobiernan) hasta la Casa de Dios (representado a los que ministran en el contexto espiritual). La integridad es el más audible clamor en medio de una sociedad que le ha dicho a lo bueno malo y a lo malo bueno.
 
 Un gran hombre en la antigüedad, poseedor de las más altas credenciales para refrendar una vida moral y temerosa de Dios, fue sometido a una incomprensible prueba, tan solo porque decidió vivir diferente a los demás. Su esposa al ver su infeliz estado, envuelto por un indetenible sufrimiento, le increpó para que se olvidara de lo que hasta ese momento había sido para con Dios y delante de los hombres. Con palabras que a lo mejor lo hirieron tanto como su dolor físico, le dijo: "¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios y muérete" (Job 2:9) Pero aquel hombre quien no estaba dispuesto a dividir su lealtad a pesar del abatimiento, por considerar a la integridad como su más innegociable legado, dijo: "Hasta que muera, no quitaré de mí mi integridad" (Job 27:5). No dudamos en afirmar que esta debiera ser la más alta aspiración de todos los que queremos honrar a los que nos aman, considerando a Dios al más grande de los amores. Cuando sus amigos pusieron en duda su integridad, él les desafió diciendo: "Péseme Dios en balanza de justicia, y conocerá mi integridad" (Job 31:6) Con esto afirmó que la integridad no es lo que los hombres puedan opinar de nosotros sino que al ser colocado en la balanza divina, pasamos la prueba. Concluimos, pues, diciendo que el que camina en integridad no solo vivirá confiado, sino que hay un fin dicho para quien esto practica; así lo expresó el sabio: "El que en integridad camina será salvo; más el de perversos caminos caerá en alguno". (Proverbios 28:18). Jesús revalidó estas palabras cuando dijo: “Bienaventurado los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8).

 


Nota: Este estudio es brindado por entrecristianos.com y su autor para la edificación del Cuerpo de Cristo. Siéntase a entera libertad de utilizar lo que crea que pueda edificar a otros con el debido reconocimiento al origen y el autor.  

 

 

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