Del asombro al hastío
“ Yo soy el pan de vida. El que viene a Mi, nunca tendrá hambre; y el que cree en Mi, nunca tendrá sed !.” Jesucristo. En uno de los escritos más antiguos de La Biblia, el libro de Exodo, encontramos un pasaje fascinante que tiene que ver con el comienzo de la errante pasantía del pueblo de Israel en la desértica península del Sinaí… Las doce tribus que habían salido de Egipto, lideradas por Moisés, conformaban una caravana de aproximadamente tres millones de personas… hombres, mujeres y niños. Como era de esperar, luego de transcurridas unas pocas semanas, las provisiones se agotaron y, en el inmenso desierto, no había alimentos para sustentar a semejante multitud. Fue entonces, cuando sucedió lo inesperado: el mismo Dios que les había librado de la esclavitud, intervino en forma especial, para darles, con cada amanecer, “pan del cielo”. (Juan 6: 31). |
En el relato bíblico, leemos: “Por la mañana, había una capa de rocío alrededor del campamento. Después que el rocío se hubo evaporado, algo muy fino, parecido a la escarcha, quedó sobre la superficie del desierto.” (Exd. 16: 14)… La Biblia nos lo describe diciendo que “… era blanco como semilla de cilantro, y dulce como hojuelas de miel. (Exd. 16: 31). “Como los israelitas no sabían lo que era, al verlo, se decían unos a otros: maná !, (expresión de asombro que en el hebreo antiguo significaba: Y esto qué es?)… Entonces Moisés les dijo: Este es el pan que El Señor les da como alimento.” (Exd. 16: 15).
Desde entonces, los israelitas salieron pues, todas las mañanas a las afueras del campamento y encontraron siempre, fielmente, el maná que había de sustentarles en la hostilidad del desierto.
La descripción de ese pan que “descendía del cielo”, registra en La Escritura una belleza literaria especial. Pero, lo asombroso del maná no era precisamente su apariencia, sino su presencia… Su presencia era providencial.
Sin embargo, con el correr del tiempo, los israelitas se acostumbraron a lo que en un comienzo les asombró… Al ya no haber más novedad en “el pan nuestro de cada día”, hombres y mujeres se quejaron ante Moisés y le dijeron: “Ahora no se ve otra cosa que maná !” (Núm. 11: 6).
Qué pasó con el asombro que se convirtió en hastío ?. Qué pasó con su admiración que se convirtió en indiferencia ?…
Ese “maná” representaba, en su sencillez, el milagro de la vida que sobrevivía en medio de la yerma hostilidad que les rodeaba… No era algo accesorio ni pertenecía al orden natural de las cosas… era expresión celestial de la fidelidad cotidiana de Dios para con Su pueblo…
Pero, ellos querían un cambio… Querían una substitución que les trocara lo ya conocido por lo ignoto, lo que había estado por algo que recién llegara… Y el “maná”, al fin y al cabo, se hacía presente de forma “rutinaria”, todos los días… como se suceden las estaciones climáticas o como el bitonal latir del corazón humano… El pueblo, hombres y mujeres por igual, definitivamente, quería novedad.
Debemos extrañarnos ante este comportamiento ?… No es acaso una conducta frecuente, y hasta casi razonable en hombres y mujeres ?… De cierto que sí, y de ello nos ocuparemos más adelante.
En este momento, hagamos una necesaria aclaratoria. Debemos reconocer que hay un cierto tipo de insatisfacción científica que se genera de la relación hombre-natura, una insatisfacción que exige innovación y superación ante situaciones de reto, una insatisfacción que se asocia al control de las variables del entorno natural y a la búsqueda de la comodidad y a la consecución de la armonía, una insatisfacción que, a fin de cuentas, es inteligente y productiva… una insatisfacción que propician el desarrollo de las potencialidades creadoras impresas en el ser humano. En fin y en tal caso, se trata de un elemento indispensable en el camino del progreso humano y no presento ninguna objeción de fondo ante la misma.
Diferente, es el caso de la “insatisfacción” que acompaña al desasosiego consumista y obsesivo que se evidencia en nuestra sociedad occidental. Por ello, no califico toda insatisfacción como virtud así como tampoco identifico a todo cambio con progreso. No todo lo nuevo, por ser nuevo, es mejor. Inclusive, me atrevería a afirmar que nuestra sociedad se está habituando a una incesante sucesión de cambios y desechos, sin estaciones de pausa, reflexión y evaluación.
Personalmente, disiento frontalmente de la actitud post-modernista que relativiza todo lo que encuentra a su paso, que huye de cualquier costumbre o tradición, que persigue cualquier novedad de moda, que evita compromisos estables, que cambia por cambiar y que se hastía hoy de lo que ayer le asombró.
Igualmente, cuestiono como alternativa a cualquier forma de quietismo que fosilice el espíritu o se ancle en el pasado… Como cristiano, formo parte de un pueblo cuya historia es justamente la historia de un pueblo “en marcha” hacia su liberación total en el Reino de Dios… Un pueblo que vive, desde ya, muestras de la libertad gloriosa a la que ha sido llamado por su único Señor y Dios… Dios omnipotente, Quien hará “nuevas todas las cosas !”. (Apoc. 21: 5).
Así que pues, retomemos el hilo inicial… Al abordar este fenómeno, no estoy hablando de niños que desean, abandonan y substituyen, de acuerdo a sus caprichos pueriles impensados. Mencioné, al comienzo, a aquellos hombres y a aquellas mujeres que se aburrieron del maná con el que Dios les sustentaba en el desierto, al punto de llegar a exclamar: “Ya estamos cansados de esta comida miserable !.” (Núm. 21: 5). Al relatar su experiencia, quisiera que trascendiéramos las distancias y que tomemos, de esta vieja referencia histórica, una de las múltiples enseñanzas prácticas que de ella se desprenden.
Extiendo pues, en consecuencia, una invitación a observar a nuestra moderna sociedad, separada por mas de cuatro-mil años de la trashumante comunidad israelita, pero igualmente integrada por hombres y mujeres que se comportan sedientos de asombro y proclives al hastío. !
Queda así, sobre la mesa de trabajo, la tesis crítica de una sociedad que nos invita a asombrarnos y aburrirnos de lo que sea, cuando sea y como sea… Una sociedad donde el sentido de la vida pareciera descansar en la esperanza de un nuevo estímulo, que siempre ha de estar por llegar y que debe ser superior al que le precedió… Una sociedad que derrumba los “absolutos” y convierte casi todo en desechable, relativo y substituible.
Ahora bien, si la tesis que esbozo se corresponde con la realidad, deberemos prestarle atención ya que, cuando se avanza sobre los rieles de una insatisfacción sistemática, los grupos sociales pueden adoptar comportamientos “gitanos” y sus lazos, hacerse cada vez más frágiles.
En medio de tal desasosiego sensorial, personas, experiencias y valores se van quedando atrás y pasan a ser, con facilidad, “historia antigua”… En pocas palabras, si tal fuere el caso, estaremos tratando con una sociedad que tiende a ser consumista. Y consumista, no solo de cosas, sino de personas, principios, instituciones, relaciones y experiencias… Y esto no es precisamente, a mi entender, sinónimo de progreso humano.
Aunque parezca históricamente innecesario, quiero volver sobre la antigüedad del fenómeno en cuestión … Ya el rey Salomón lo había advertido en sus confesiones y “debates interiores” que nos llegan escritos en el libro de Eclesiastés… Según su discurrir, gran parte de la vida se convierte “en vana ilusión”, la transitoriedad todo consume y casi todos los esfuerzos de los hombres son comparables a “querer atrapar el viento” (Ecl. 1: 17b).
Tal reflexión fue escrita por el sabio rey judío hace casi tres mil años pero es tan vigente como el periódico de la mañana… Hoy en día, en nuestras ciudades, que no en el desierto ni en la corte salomónica, hombres y mujeres se “acostumbran” igualmente a lo que antes les cautivaba y entonces tratan de ensayar con algo “diferente”… Algo que no sea “maná”…
El proceso es el mismo, salvo por la inédita rapidez con que ahora se suele desplazar la ecuación… cierto es que se trata de la misma ecuación de siempre y, cierto también, que siempre la vemos desplazarse en el mismo sentido, siempre: del asombro al hastío.
Será posible que los momentos de satisfacción de nuestra generación se estén tornando cada vez más intrascendentes y volátiles, porque más intrascendentes y volátiles son las metas que nuestra sociedad occidental nos sugiere y ofrece ?…
Podemos esquivar la respuesta pero, mientras dure este breve o largo paréntesis, creo que siempre será oportuno preguntarnos si hay algo que valga la pena conservar, cultivar, preservar y atesorar, a despecho de las novedades de turno.
Quizás haya llegado el momento de preguntarnos si esa insatisfacción recurrente y esa tendencia al hastío, no sean tan solo un comportamiento “cultural” (aprendido)… Es muy probable que estemos asistiendo a su acento en las recientes generaciones, por la influencia de los medios de comunicación y la carrera quántica de las ofertas tecnológicas… Pero, qué tal si hubiere un movimiento de fondo, no visible cual las olas, pero determinante como las corrientes submarinas ?…
Quiero plantear la posibilidad de que, tal vez, esa insatisfacción recurrente y esa tendencia al hastío, puedan ser también el reflejo de un vacío mayor que lleva por dentro el hombre genérico…
La Biblia nos enseña que, a gran diferencia del resto de la creación, el hombre es una criatura muy especial y como tal, lleva consigo la necesidad de una interacción ad-hoc con su Hacedor… una interacción íntima y comunitaria que le atienda y satisfaga su sentido de trascendencia.
En las páginas de la Revelación Bíblica, encontramos un continuo llamado a elevar la atención de nuestras inquietudes e insatisfacciones, “dando preferencia a las cosas del cielo, que no a las de la tierra”. (Col 3: 2). Pues: “el mundo pasa”, y con él sus temporales afanes y sus más variados males… mientras que, “el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre !.” (1ª. Juan 2: 17).
Como se ve, el énfasis apunta pues a un reordenamiento de las prioridades, buscando “primeramente el reino de Dios y su justicia”… en la confianza de que, si esto hacemos, todo lo demás, que nos conviene y es para nuestro bien, vendrá… “por añadidura”. (Mat. 6: 33).
Haciendo precisa referencia al milagro del “maná” que sirvió para alimentar y dar vida al pueblo israelita en la hostilidad del desierto, el Señor Jesús lo tomó como analogía y se presentó El mismo como el pan “que da vida al mundo”.
Sus palabras en esa declaración, no dejaron duda en los oyentes. Hablaba de sí mismo como el enviado de Dios Padre… “Yo soy el pan de vida. El que viene a Mi, nunca tendrá hambre; y el que cree en Mi, nunca tendrá sed (…) Yo soy el pan que da vida. Los antepasados de ustedes comieron el maná en el desierto y a pesar de ello murieron; pero Yo hablo del pan que baja del cielo; quien coma de él, no muere. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre !… ” (Juan 6: 35, 48-51).
La expresión “Yo soy…” era, en sí misma, una alusión directa a su identificación con el Dios que siempre ha sido y será… Ese Dios que, en la inmensidad del desierto, había hecho brotar agua de la roca y amanecer pan sobre la arena para calmar la sed y el hambre de un pueblo rebelde y de “dura cerviz” (Exd. 33: 3).
El origen del Señor, “el pan de vida” era pues, celestial… Y su celestial facultad: la de saciar el hambre y la sed de todo hombre que acuda a El, que crea en El y que se alimente de El… obteniendo de El, y solo de El, la vida abundante y eterna !.
De allí, el carácter absoluto que el Señor imprimió a Sus palabras… “nunca tendrá hambre”… “nunca tendrá sed”… “vivirá para siempre”… La temporalidad, la insatisfacción y la finitud humanas, quedaban pues trascendidas… definitivamente !.
En una ocasión, cerca del mediodía, el Señor Jesús, “cansado del camino”, se sentó junto a un pozo que llamaban “de Jacob”, en la región de Samaria… Allí, entabló conversación con una mujer que, con su cántaro, sacaba agua del pozo, y a ella le dijo: “Todos los que beben de esta agua, volverán a tener sed; pero el que beba del agua que Yo le daré, nunca volverá a tener sed. Porque el agua que Yo le daré brotará en él como un manantial de vida eterna”. (Juan 4: 13,14).
En el contexto cultural hebraico, la figura literaria utilizada por el Señor Jesús, debía ser comprensible.
Con la sencillez de sus palabras, el Señor se refería a la recurrente sensación de vacío existencial que hombres y mujeres experimentan en su diario vivir… “cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes, no es tu marido”… El “leit motive” en la vida de la samaritana era un pasar del asombro al hastío que se manifestaba en forma recurrente por una marcada inestabilidad emocional… La lección que se deriva del pasaje, queda para las revisiones personales de quienes, dos mil años después, leemos el relato.
Pero, aún hay más. Con la misma sencillez de Sus palabras, el Señor también se refería al carácter mesiánico de Su persona, presentándose como Quien es capaz de saciar por siempre dicha “sed”…
Ya en otro escenario, dirigiéndose a una multitud que se había congregado en la ciudad de Jerusalén, el Señor Jesús proclamó, una vez más, públicamente, su fascinante afirmación: “… del corazón del que cree en Mi, brotarán ríos de agua viva !”… (Juan 7: 38). El Señor hablaba de un manantial de agua fresca que nace y brota desde el interior de todo aquél que, habiendo tenido un encuentro existencial con El, le reconoce y acepta “en su corazón” como el Mesías de Dios enviado a este mundo para salvar, a hombres y mujeres, de su extravío eterno. De esta manera, esa sed fundamental es saciada… para siempre.
El Señor Jesucristo se presentó pues entre los hombres como el cumplimiento tipológico acabado de ese pan y de esa agua que, providencialmente, dieron vida al pueblo de Israel en el desierto…
“Yo soy el pan de vida. El que viene a Mi, nunca tendrá hambre; y el que cree en Mi, nunca tendrá sed…!”. (Juan 6: 35). Tal declaración, que causó rechazo en sus contemporáneos, lo sigue causando hasta el día de hoy… Y provoca rechazo porque tiene características “redentoras” ya que promete satisfacción al sentido último de la vida, y se fundamenta en una concepción antropológica propia y exclusiva de la Palabra de Dios.
Lógicamente, no debe extrañarnos que tal propuesta, no sea compartida por la corriente humanista que todavía “recorre el mundo” pintando espejismos en este siglo XXI… Tal pareciera que, así no mas, dicha onda ignora su cadena de adversas experiencias históricas e insiste en presentarse como una recién llegada panacea, cuando tan solo se ha cambiado de ropaje.
Así las cosas, la respuesta cristiana para la recurrente y profunda insatisfacción humana, no solo es desestimada y rechazada por los filósofos renacentistas, comtianos o “nuevaeristas” sino también por muchos portavoces de vigentes disciplinas científicas, ya fueren sicólogos, educadores, sociólogos, siquiatras y demás profesionales que tratan con el problema de la conducta humana…
Sin embargo, al observar en forma crítica sus enfoques, planteamientos y elaboraciones, notamos que se saltan a la ligera los linderos de su metodología de investigación y el área de dominio de sus conocimientos, abandonan sus laboratorios, “se envanecen en sus razonamientos” y pretenden “salvar” al ser humano de su hambre y sed trascendentes… Les vemos entonces pontificar con pretensiones mesiánicas que lucen muy bien en el papel pero que se estrellan en la práctica… Su discurso antropocentrista no da para mucho… apenas si califica como hueca verborrea y ellos mismos, no pasan de ser nuevos shamanes, con la única variante de que, esta vez, son titulados por las academias de occidente… y nada más.
Los hombres han buscado y fabricado sus propias soluciones y muchos ni siquiera consideran, entre sus alternativas, la pretenciosa y absolutista declaración del Señor… Ya han pasado cuatro mil años de la larga odisea israelita y dos mil años de la breve presencia del carpintero de Nazareth… Tal pareciera que, después de tanto tiempo y a la caza de respuestas novedosas, nuestra cultura occidental hizo suya la sentencia de Nietzche: “Dos mil años sin un nuevo dios, es demasiado tiempo !”.
La prédica secular insiste, por lo tanto, en pregonar que “el hombre Fénix” tiene la facultad de resurgir de sus cenizas y de elevarse, con alas propias, hacia las alturas de su autogestión… Pero, a decir verdad y para desgracia de todos, el ave mitológica no es más que un “bello” cuento y, el anunciado “super-hombre” de Nietzche, simplemente no termina por aparecer !.
Pueden los hombres o las mujeres venir con sus cántaros a sacar agua de legendarios o modernos pozos para mitigar con esa agua su insatisfacción suprema… Pero, como la noche sigue al día, esa sed que se va, regresa luego… Ella suele ser la expresión de una necesidad espiritual muy íntima, tan íntima, que las “novedades” externas solo la logran calmar temporalmente y por eso, a la vuelta del camino, se presenta de nuevo, de alguna manera…
Pueden los hombres o las mujeres hastiarse del “trigo celestial” y buscar saciar su hambre ontológica con fórmulas consumistas o con añejas recetas humanistas… Pero, como el día sigue a la noche, la búsqueda del “supremo bien” que su hombridad reclama desde el fondo de su ser, tarde o temprano, habrá de regresar…
Mientras tanto, retumbando cual si se tratare de un eco distante, aquéllas palabras que dijo Jesús a la mujer samaritana, junto al longevo pozo de agua, “regresan” a nosotros, pero desde la eternidad, acercándose en la revelación de Dios… Vienen hasta nuestra realidad y lo hacen desde las páginas escatológicas del libro de Apocalipsis… Provienen, nada menos, que del Trono Celestial… Allí, es Dios El Padre quien nos dice: “Al que tenga sed, le daré a beber del manantial del agua de la vida, sin que le cueste nada.” (Apoc. 22: 17).
Si oímos hoy Su voz, no endurezcamos nuestros corazones como lo hicieron aquellos hombres y aquellas mujeres en el desierto… Ya basta de seguir cual péndulo incesante, “del asombro al hastío”. Acudamos confiadamente al Señor… El saciará nuestra hambre y calmará por siempre nuestra sed.
Nota: Este estudio es brindado por entrecristianos.com y su autor para la edificación del Cuerpo de Cristo. Siéntase a entera libertad de utilizar lo que crea que pueda edificar a otros con el debido reconocimiento al origen y el autor.