La iglesia en la era digital: Una reflexión a tres años del inicio de la pandemia
Fue en marzo de 2020 cuando el mundo se vio repentinamente afectado por una pandemia de enormes proporciones. En solo unos días todo estaba cerrado y todos debían quedarse en casa. Usar cubrebocas y lavarse las manos se convirtió en la norma, las noticias de personas que morían comenzaron a asustar a todos; aunque no fue sino hasta que aquellos cercanos a nosotros fueron hospitalizadas, o que incluso fallecieron, que nos dimos cuenta de la gravedad de la situación.
De 2020 a 2023, la pandemia de COVID-19 escaló creando todo tipo de crisis en la sociedad contemporánea. Hasta la fecha, todo se ha visto interrumpido por la pandemia, desde la asistencia a la escuela, la prestación de atención médica, la gestión de las cadenas de suministro, hasta los viajes internacionales. China implementó lo que llamaron políticas de cero covid, con bloqueos extensos e indefinidos que dejaron a las personas impotentes y aisladas. Deborah Lupton y Karen Willis definieron la pandemia de covid como “un enredo complejo y cada vez más intenso de las personas con otros seres vivos, lugares, espacios, objetos, tiempo, discurso y cultura” (Lupton and Willis 2021). La pandemia traspasó las dimensiones de ser exclusivamente un problema de salud física, para convertirse en una enfermedad relacional o social que trastocó todas las esferas de la sociedad.
Un aspecto que surgió durante los confinamientos obligatorios en todos los países fue el hecho de que los espacios digitales y la digitalización cobraron más importancia que nunca. La pandemia hizo evidente que la sociedad había sido bastante lenta en la digitalización de la educación, el trabajo, la salud y otros campos, pero pudo seguir funcionando gracias a los sistemas de información y comunicación digital que se habían creado en años anteriores. Por causa del virus, médicos, enfermeros, docentes, empresarios, ciudadanos, políticos, familias, sacerdotes, pastores, directivos, empresarios, entrenadores, etc., tuvieron que dejar atrás su “analfabetismo digital” y en cuestión de semanas debieron digitalizar sus procedimientos de trabajo, prácticas, protocolos de comunicación, modelos de negocio, o rituales religiosos, con el peligro de que, si no lo hacían, se volverían irrelevantes, o perderían sus organizaciones o negocios.
En este sentido, el cristianismo en todo el mundo (asi como muchas otras religiones también) se vio muy afectado por la pandemia del COVID-19. Debido a las normas de salud pública, las iglesias debieron cerrar sus servicios religiosos habituales. Este fue un cambio abrupto en el paradigma conocido de la iglesia cristiana en todas las denominaciones, el cual no había sido cuestionado durante más de 17 siglos. El domingo 15 de marzo de 2020, en miles de ciudades alrededor del mundo, las congregaciones cristianas tuvieron que cambiar drásticamente sus patrones de culto y liturgia clásicos, basados en: la centralidad de la predicación en las denominaciones protestantes; la celebración de la Eucaristía en las iglesias católicas; y la experiencia de los dones del Espíritu Santo en los grupos pentecostales/carismáticos.
El impacto fue demasiado fuerte, considerando los años de triunfalismo en el culto, el énfasis en las teologías de la prosperidad y el dominio, la superficialidad en el discipulado, la oferta de entretenimiento y espectáculo religioso excesivo, a través de producciones atractivas o comercializables. De repente, sin mayor preparación, las iglesias del mundo entraron en una época de crisis eclesiológica, amenaza, y trauma. Durante un período de casi dos años, las iglesias se enfrentaron al hecho de que tenían que repensar sus canciones, sus oraciones, los pasajes que debían leer. Pero no solo eso, se cerraron santuarios y auditorios, y durante mucho tiempo no fue posible estar en un escenario o un púlpito.
¿Cómo se abordan las prácticas religiosas en un contexto de incertidumbre, miedo, dolor e incluso muerte? ¿Cómo adorar en tal estado de ánimo? Era necesario volver a expresiones muy básicas de la comunidad cristiana reunida o, como sucedió durante muchos meses, a una comunidad conectada digitalmente o una especie de ecclesia virtual. Además, los profesionales religiosos tradicionales, pastores-sacerdotes-rabinos, muchos de ellos “inmigrantes digitales”, al ser técnicamente incapaces de la creciente sofisticación de las posibilidades digitales, perdieron el control de los rituales y todo lo que había que hacer para que una iglesia funcionara en el ciberespacio. Un estudio de 2700 iglesias en los EE. UU., demostró que dos de cada tres pastores encontraron la experiencia abrumadora y estresante, y que solo alrededor del 50 % había usado las redes sociales y la tecnología para transmitir sus cultos antes de la pandemia (Campbell y Jones, 2022).
Los cristianos y la búsqueda de la presencia de Dios
La disrupción radical provocada por la pandemia puede compararse a cuando aquellos judíos, ya sea exiliados en Babilonia o que se hubieran quedado en Jerusalén, no encontraban cómo adorar a Dios debido a las condiciones que les había impuesto el imperio babilónico. Especialmente, porque su lugar de culto por excelencia, donde se suponía, según sus creencias, que Dios se hacía presente, había sido aniquilado. No debemos olvidar que la historia de la relación de Dios con Israel, se ve a través de los ojos de su presencia cada vez más generosa y profunda entre ellos, desde los tiempos del Tabernáculo y el Arca de la Alianza, hasta el Templo de Salomón en Jerusalén. La presencia de Dios se manifiesta en el Templo y por eso el anhelo de los judíos era “morar en la Casa del Señor” y “contemplar su Templo” según el Salmo 27:4 (Hahn 2008).
Con razón un entristecido exiliado se preguntaba en el Salmo 137:4: ¿Cómo cantaremos cánticos de Jehová estando en tierra ajena? Aquella tristeza era tan abrumadora que incluso los músicos colgaron sus instrumentos (las arpas) en los árboles alrededor de los ríos donde vivían y trabajaban. Se trataba de antiguos músicos del templo de Jerusalén, obligados a emigrar y convertirse en excavadores de acequias, quienes estaban perdiendo sus habilidades como artistas y músicos. Sus manos corrían peligro de secarse y sus lenguas de pegarse al paladar (Salmo 137: 5-6), con lo cual todo su arte desaparecería. Estos músicos llevaban consigo sus instrumentos musicales, seguramente para recordar la bondad y lealtad de Jehová cantando cánticos espirituales, pero no encontraban el espacio para expresar su devoción a Dios.
Gracias a la urgencia de los profetas, formas innovadoras de oración, lectura de las Escrituras y canto, en el contexto de pequeñas comunidades o congregaciones, tuvieron que desarrollarse como formas contextualizadas de culto en el exilio babilónico. Se descartó la posibilidad de realizar sacrificios en el templo, por lo que, ante estos nuevos requerimientos, los judíos, tanto en la diáspora como en Jerusalén, tuvieron que apelar a una nueva imaginación y narrativa profética que les permitiera buscar y sentir el presencia de Jehová en medio de aquellas pequeñas comunidades sometidas a condiciones extremadamente adversas (Hachlili 1997).
Para la época del ministerio de Jesús, el culto judío en el templo se había restablecido y la dependencia de la élite sacerdotal y los rituales para determinar la presencia de Dios dominaban las creencias populares. Esto se ve claramente en la peregrinación de José, María y Jesús a Jerusalén, donde, después de perderlo en el Templo, los atribulados padres terminaron encontrando al adolescente en lo que él mismo llamó “la casa de su padre” (Lucas 2:48). Años más tarde, en el caso del ministerio de Jesús, es interesante ver cómo se mueve entre las sinagogas de Capernaum o Galilea, y el Templo de Jerusalén. Es importante destacar cómo las creencias de Jesús estaban definidas por su origen judío, donde el Templo era el lugar de encuentro con el Señor, aunque Dios sólo se apareciera al Sumo Sacerdote una vez al año en el “lugar santísimo”.
En este sentido, es comprensible por qué las palabras de Esteban provocaron una respuesta tan drástica en su audiencia, cuando a ellos les pareció que hablaba contra el Templo y la ley. Particularmente cuando expresó aquellas provocativas palabras: “el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre” (Hechos 7:48); porque en su pensamiento, Dios, el Creador de todo, no podía ser contenido por espacios físicos u objetos materiales. Esta fue una especie de autorización para que la iglesia primitiva avanzara y expandiera su misión y alcance a grupos de personas y territorios más allá de Judea, entendiendo que la presencia de Dios estaría junto a ellos dondequiera que fueran.
Se necesitaría una persecución en Jerusalén para que la incipiente comunidad de seguidores de Jesús dejara la seguridad de sus raíces judías, para viajar a regiones donde las personas y creencias eran marcadamente diferentes. Esos primeros misioneros tuvieron que experimentar y aprender que el evangelio tendría que ser entendido por los diferentes grupos étnicos y sociales en sus propios términos. En esa experimentación tendrían que confiar en las palabras de Esteban, saliendo de la dependencia del Templo de Jerusalén, buscando nuevas formas de adoración.
Por tanto, la cristología de aquellos primeros grupos dio origen a su misionología, y su eclesiología surgió como consecuencia de esos esfuerzos por vivir y compartir el mensaje de Jesús en medio de distintas culturas. La fuerza misional de la iglesia primitiva condujo a la formación de grupos dispersos de cristianos “exiliados” (1 Pedro 1:1) por todo el imperio romano y más allá, que buscaban encontrarse con Dios a través de la revelación de Jesucristo. Como comunidad reunida, la premisa básica de la iglesia era cómo “venir, celebrar y experimentar la presencia de Dios” (Tsatalbasidis 2019).
Con el tiempo, este deseo dio lugar a variados modelos de culto y liturgia, influyendo a aspectos como la noción y comprensión de la presencia de Dios (exaltación, presencia, autoridad, santidad, intimidad), los medios de encuentro (rituales, oraciones, sermones, música), los canales de percepción y las emociones involucradas (visual/auditivo/gusto/kinestésico; alma/mente/cuerpo), los espacios, lugares y elementos que facilitan la presencia (arquitectura, sitios, artefactos, materiales), los facilitadores humanos (sacerdocio, liderazgo, dirección, facilitación), y la respuesta de los creyentes reunidos (activa, pasiva, cognitiva, verbal, contemplativa, no cognitiva, extática, comunitaria).
Algunos estudiosos clasifican estos modelos de encuentro con Dios surgidos en sacramentales, kerigmáticos y carismáticos, según la denominación y tradición cristiana, con respecto al centro, o la razón de ser, de la reunión cristiana: recibir la Eucaristía (sacramental), recibir la palabra de Dios por medio del sermón (kerigmático), o experimentar a Dios a través de los dones del Espíritu o algún otro medio como la música de adoración (carismática).
La presencia de Dios en el culto digital
La pandemia del Covid-19 puso en evidencia que la iglesia se había vuelto altamente dependiente del simbolismo y práctica de la sinagoga/templo, centrando la búsqueda de la presencia de Dios en la “domus Dei” o “casa de Dios”, a través de sacramentos, en la exposición e interpretación de la Biblia por parte de un sacerdocio experimentado, por medio de la oración y contemplación intensa en lugares santos, experimentando emociones y afectos en expresiones musicales y artísticas bajo la facilitación de líderes de adoración especializados, o incluso a través del diseño de edificios, símbolos, íconos, rituales y artefactos sagrados. En otras palabras, el cristianismo había llegado a entenderse como una religión donde el principal punto de encuentro con Dios estaba en los templos o santuarios, especialmente en las reuniones dominicales, en medio de servicios específicos durante la semana, o durante eventos masivos como cruzadas o conferencias.
Usando el viaje de Jesús y sus discípulos a través de Samaria, como se relata en el evangelio de Lucas, Eugene Peterson (2008) dibuja una metáfora de cómo el ministerio de Jesús se alejó de la zona de «confort» relativa de las santas sinagogas de Galilea y el Templo judío en Jerusalén, haciendo un largo desvío a través de la tierra poco amistosa, hostil y profana de Samaria, donde la religión y las creencias judías eran despreciadas o habían perdido importancia. Para Peterson, esta es una metáfora del ministerio de la iglesia fuera de la previsibilidad estructurada de las reuniones religiosas, en comparación con la vida real que se encuentra en el mundo secular y no religioso que nos rodea en el día a día.
La crisis del Covid-19 hizo esta dicotomía mucho más evidente, convirtiéndose en un equivalente a este largo viaje samaritano, donde otras prioridades de la vida eran mucho más apremiantes que el activismo religioso, como aprender a lidiar con el virus, proteger a la familia, descubrir cómo comprar comestibles, llevar a los niños a la escuela o enseñarles en casa, visitar seres queridos en los hospitales, cómo trabajar y producir ingresos, cómo reducir o prevenir los despidos, etc.
A pesar del deseo de los líderes religiosos de defender sus derechos de tener un culto en persona, o de la búsqueda de formas de recrear sus misas, servicios o reuniones públicas, en espacios digitales, lo que se hizo evidente fue que, había una total falta de preparación de las iglesias para enfrentar los desafíos de este tipo de viaje samaritano, y de aprovechar las oportunidades que se abrieron para reimaginar la oración, la misión, el servicio y la adoración.
Sin saber cómo lidiar con este evento extraordinario que trastornó la vida, los líderes cristianos insistieron en lo que sabían y comenzaron a replicar en línea sus formas tradicionales de invocar, percibir, comprender y experimentar la presencia de Dios. En otras palabras, concentrando sus esfuerzos en replicar los aspectos de su ministerio, marcados por las reuniones religiosas de domingo a domingo. Sin embargo, esta empresa monumental terminó, en muchos casos, siendo percibida como inauténtica, insatisfactoria e incompleta.
En esta búsqueda de la presencia de Dios, la pregunta que seguía surgiendo era cómo justificar el uso de la tecnología durante los largos períodos de distanciamiento social y el cierre de iglesias para tener un encuentro significativo con la divinidad. Esto creó una gran inquietud en los líderes religiosos, a tal punto que, en poco tiempo, éstos comenzaron a invocar su “apologética” propia para explicar por qué abrazaban la tecnología digital (Campbell and Jones 2022), según su visión praticular de cómo experimentar la presencia de Dios en la nueva realidad.
La aversión y hostilidad contra el uso extensivo de la tecnología tuvo que ser transformada para lograr alcanzar una experiencia religiosa lo más completa y auténtica en los nuevos espacios digitales. Inesperadamente, la digitalización de rituales, estudios bíblicos, grupos de discipulado, servicios religiosos, consejería, transmisión de conocimiento e información religiosa, y similares, pasó de ser solo una idea de algunos empresarios religiosos antes de tiempos de pandemia, a convertirse en una necesidad urgente.
Debido a la falta de experiencia, con grandes dificultades, muchas iglesias comenzaron a replicar en el espacio digital lo que comúnmente se hacía cara a cara. Básicamente, un reacomodo acelerado de las actividades fuera de línea, utilizando un conjunto de poderosos medios de comunicación con patrones de interacción, flujo de información, difusión de conocimientos y obtención de sabiduría, diseñados para propósitos completamente diferentes. Contra todo pronóstico, como lo expresaron Campbell y Jones (2022), «los servicios religiosos realizados en línea pudieron transgredir los límites del espacio temporal del mundo natural, construir relaciones y encontrar una comunidad más allá de nuestra forma corporal humana» (págs. 211).
Este experimento prolongado e imprevisto propiciado por la crisis del Covid-19 generó nuevas preguntas sobre el papel de la religión en una sociedad donde las capacidades humanas ahora pueden expandirse a través de la tecnología. ¿Podrían los espacios y dispositivos digitales abrir un nuevo camino para una experiencia mejorada de Dios, o proporcionar canales y recursos adicionales para la formación comunitaria, así como una variedad de herramientas para la expresión de la espiritualidad personal y comunitaria? Desde un punto de vista menos positivo y optimista, también surgieron preguntas a medida que las iglesias transformadas digitalmente comenzaron a implementarse, tales como las brechas tecnológicas existentes, el analfabetismo digital, el desbordamiento de información, la manipulación de los medios, el florecimiento de teorías conspirativas, y el escapismo centrado en explicaciones del fin de los tiempos, entre otros.
Sin embargo, el aspecto que prevaleció como verdaderamente notable fue el viejo anhelo de la búsqueda de la presencia de Dios. En otras palabras, preguntándose cómo los nuevos espacios digitales podrían contribuir a mejorar los enfoques conocidos para sentir y comprender la presencia de Dios, ya sea sacramentalmente en la tradición católica romana, kerigmáticamente en el protestantismo, o carismáticamente en el pentecostalismo. Para algunos, como en el caso de Haecker, las tecnologías digitales proporcionan una nueva infrestructura para “recordar y compartir la realización de los sacramentos”, y por ello las computadoras y las tecnologías de la información y comunicación pueden ser consideradas como “maquinas sacramentales de la era digital” (Haecker 2022). Sin embargo, otros ven en la digitalización una tendencia a la “desencarnación” de la experiencia religiosa:
Los servicios digitales pueden ofrecer hermosos ritos para ver, y palabras edificantes para escuchar, pero uno no puede oler, tocar o saborear nada. Visus y auditus se sirven bien, pero el tacto, el olor y el gustus se pierden en el ciberespacio (Bauer and Tück 2022).
Si bien la transformación digital en la religión fue forzada durante la pandemia, se podría pensar que la presión por incorporar tecnología en la iglesia de alguna manera se desvanecería en el período post-pandemia. Sin embargo, el ritmo implacable hacia una sociedad posdigital que, depende en gran medida de las tecnologías para ampliar las capacidades humanas, hace que sea importante seguir considerando las implicaciones del uso de los espacios digitales para facilitar el encuentro con Dios, tanto a nivel individual como comunitario. En próximas entregas podremos ver el alcance de los avances y las direcciones que están tomando estas innovaciones, así como considerar las implicaciones teológicas y éticas de estos grandes cambios.
Referencias
Bauer, Dorothee, and Jan-Heiner Tück. 2022. «Real presence under digital conditions?: Gift of presence – transformation of time – real community.» Dansk Teologisk Tidsskrift 85 (1): 35-59.
Campbell, Heidi, and Grace Jones. 2022. «When the Church Embraced a Posthuman Future: How Pastoral Negotiations with Technology During the Covid-19 Pandemic Resulted in an Implicit Acceptance of Posthumanism.» In Postdigital Theologies:Technology, Belief, and Practice, edited by Maggi Savin-Baden and John Reader, 206. Cham (Switzerland): Springer.
Hachlili, Rachel. 1997. «The origin of the synagogue: A reassessment.» Journal for the Study of Judaism 28 (1): 34-47.
Haecker, Ryan. 2022. «Sacramental Engines: The Trinitarian Ontology of Computers in Charles Babbage’s Analytical Engine.» Religions 13 (757).
Hahn, Scott W., ed. 2008. Letter & Spirit, Vol. 4: Temple and Contemplation God’s Presence in the Cosmos, Church, and Human Heart. Apple Books. St. Paul Center for Biblical Theology.
Lupton, Deborah, and Karen Willis. 2021. COVID Society. In The COVID-19 Crisis: Social Perspectives. London: Routledge.
Peterson, Eugene. 2008. Tell it Slant: A conversation on the language of Jesus in his stories and prayers. Grand Rapids, Michigan: William Eerdmans Publishing Company.
Tsatalbasidis, Karl. 2019. «Toward a Biblical Theology of God’s Presence in Christian Theology: A Study of How Difference Interpretations of the Divine Presence affect liturgy.» PhD Dissertation, Andrews University.
Fernando Mora (@famorac), pastor venezolano durante más de 25 años y parte del Movimiento Viña desde 1998. Ha escrito artículos académicos y libros sobre eclesiología contemporánea.